tribuna

No todo vale

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Uno de los errores que con más frecuencia sufrimos los humanos es convertir lo principal en accesorio y los medios en fines. Así sucede, por ejemplo, cuando consideramos la democracia como un fin en sí mismo, aunque sólo es un medio de lograr objetivos superiores: la libertad individual, la igualdad, el respeto al pluralismo y la justicia social.

Todos los discursos políticos parten de una realidad: vivimos en sociedades donde los recursos son escasos, lo que produce enfrentamientos continuos sobre la forma de aprovecharlos y repartirlos. En esta dialéctica, la democracia no es más que un «procedimiento» para encauzar el conflicto social y para lograr el fin último de salvaguarda de las personas y de sus derechos. La condición de herramienta que tiene la democracia no resta a ésta su importancia, sino que la defiende de vaguedades altisonantes con exigencias concretas que deben cumplirse necesariamente. Entre ellas, resulta esencial el respeto de las condiciones formales del juego político, sin las que impera la voluntad arbitraria del gobernante y existe un riesgo grave de abuso de las mayorías. La superación del poder ilimitado de las monarquías absolutistas no se logra simplemente trasvasando el poder de unas manos a otras, sino cambiando la forma de ejercer ese poder. En este sentido, la humanidad aprende que incluso la democracia tiene límites que respetar, como el que ampara a las minorías y al pluralismo, que debe subsistir por encima de mayorías coyunturales, como un valor sustantivo al que el propio sistema democrático sirve.

Por eso, en democracia «no todo vale». Las legítimas aspiraciones de los distintos grupos políticos no se pueden obtener «como sea», porque, según cómo quieran conseguirse, pueden convertirse en ilegítimas. El sistema democrático exige el más escrupuloso respeto de las reglas de juego vigentes. Éste, sin embargo, no parece haber sido el lema del gobierno en las dos últimas legislaturas. Algunos ejemplos groseramente claros vienen a nuestra mente; el más evidente, el del Estatuto de Cataluña, pero lo mismo ocurrió con la OPA de Gas Natural sobre Endesa. En estos casos, y en otros que exceden el espacio de este artículo, se ha hecho una norma a la carta para incumplir una norma previa y general, o se ha declarado abiertamente la voluntad de torcer la resolución del órgano encargado de decidir el asunto, al que previamente se ha presionado hasta la obscenidad, para «reinterpretarlo» a gusto del Gobierno.

En una democracia, la forma, el procedimiento, el respeto a las leyes por parte de todos, es la esencia del sistema. Y el fin, por bien intencionado que pueda ser, nunca justifica los medios. Sólo dentro del marco de las reglas establecidas es posible alentar los cambios que las diversas fuerzas políticas deseen legítimamente promover. Cumplir las normas procedimentales básicas preexistentes es condición necesaria para asegurar la convivencia pacífica de los ciudadanos, que siempre tenemos intereses contrapuestos.

En todo sistema de democracia parlamentaria existe una tensión entre lo político y lo jurídico. Pero por mucho que les pese, los gobernantes también deben respetar las leyes sin cambiar las reglas continuamente o mitad del partido, abusando de su poder para exceptuar del cumplimiento de la norma a sus elegidos o a sus objetivos políticos.

Visto el curso que están tomando demasiados asuntos públicos en España, cabe preguntarse si nuestro país sigue siendo un Estado de Derecho. Sin rasgarnos las vestiduras, serena y libremente pensemos en ello. Se dice que un Estado no es de Derecho cuando su gobierno actúa sin leyes o contra ellas. El Estado democrático de Derecho es la forma de convivencia más depurada que ha logrado darse el hombre y se caracteriza por el imperio de la Ley, que todos deben respetar en el fondo y en la forma. Desde antiguo, la sabiduría destaca entre los principios morales superiores el respeto a la legalidad

La deriva antijurídica del Estado, con su gobierno a la cabeza, es muy peligrosa. También la sociedad manifiesta síntomas graves de contagio. En Chiclana, ciudadanos que han incumplido la normativa y la planificación urbanística, pretenden forzar el funcionamiento del mecanismo jurídico-político de la Comunidad para hacer ver lo blanco negro a quien ose pedir el cumplimiento de las normas, constituyéndose para ello en partido político. Si una lista que se postulara reivindicando la condición infractora de sus candidatos y su pretensión de beneficio ilícito accediera al poder gracias al apoyo de una mayoría, ¿sería propia de un Estado de Derecho?

En mi opinión, es necesario recuperar el curso perdido y tendríamos que comenzar por la restauración de la división de poderes y de las garantías de control de la acción del gobierno. De lo contrario, se agravará inevitablemente el proceso de descomposición institucional que se palpa con claridad al examinar asuntos como los antes citados, o como la inacción escandalosa del poder ante la coacción de los «piquetes informativos», al uso de los últimos tiempos. Sin una auténtica separación de poderes se quiebra un pilar básico de nuestro sistema político, porque se frena el mecanismo de pesos y contrapesos que garantiza el equilibrio del poder.

Todos, empezando por los gobernantes, tendríamos que dejar de pensar en términos de cruzada, ya sea ésta el socialismo, el pacifismo, el liberalismo o el ecologismo, pues con frecuencia, como ya alertó Orwell, se tiende a considerar que en su nombre todo está justificado. Las ideas absolutas conllevan, como consecuencia lógica, la conveniencia de imponerlas, se ajusten o no a la legalidad o al consenso de la sociedad, porque para el sectario toda actuación, por perversa que sea, queda justificada en aras del superior ideal que persigue. Pero en ese momento traspasamos la línea del Estado de Derecho, que no es una proclama alcanzada hace años, de cuya renta podemos vivir ya en adelante, sino una tarea diaria en la que todos tenemos nuestra función.