El conjunto del antiguo colegio Valcárcel tiene un elevado valor arquitectónico. :: LA VOZ
CÁDIZ

Valcárcel, antes de no ser nada

La institución nace en el siglo XVIII para poder atender al gran número de huérfanos y niños necesitados de Cádiz Varias generaciones han crecido entre los muros de un edificio que desconoce su futuro

CÁDIZ. Actualizado: Guardar
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El edificio de Valcárcel lleva toda una vida albergando entre sus muros una historia de contrastes, de arte, de llantos, de risas, de gritos, de cariño, de números, de letras, de lujo, de decadencia e incluso de fantasmas.

Lejos de la polémica suscitada en los últimos meses sobre su uso futuro, Valcárcel tiene un pasado que se merece mucho más respeto del que algunos le están dando. Después de años atascado en un proceso burocrático que debía haber permitido que en 2012 se convirtiese en el primer hotel de lujo de la ciudad, la empresa Zaragoza Urbana, a la que se le había adjudicado el proyecto de construcción, ha decidido que no es el mejor momento para afrontar una inversión de esta envergadura y ha dejado en papel mojado lo que debía haberse convertido en la gran locomotora económica del barrio de La Viña. Todo esto ha suscitado una enorme disputa política, en la que las diferentes administraciones se han acusado unas a otras de ser las culpables del fracaso del proyecto hotelero. Y para echar más leña al fuego, hace unos días el presidente de la Diputación Provincial, Francisco González Cabaña, tendía una «trampa» a la alcaldesa de Cádiz proponiendo que el edificio pase a tener uso administrativo.

Aparte de la excusa para la polémica política, los ciudadanos de a pie no dan crédito a lo que está pasando con Valcárcel. No se trata de un edificio cualquiera. En Cádiz son muchos los que se han educado entre sus muros, e incluso quedan algunos de los que se criaron allí cuando era el Hospicio Provincial.

Para comprender lo que ha supuesto este edificio para Cádiz hay que remontarse al siglo XVII. Fue entonces cuando se fundó el primer Hospicio Provincial, en el año 1649. Fue aquella una época de decadencia económica, malas cosechas y hambrunas en el conjunto de España, que empezaba a pagar caros los excesos de su monarquía, pero no éste no es el caso de Cádiz, que gracias a su posición privilegiada como puerto con mejor conexión con América, comenzaba a vivir una época de esplendor que vino acompañada de un gran crecimiento de la población, llegando a multiplicarse por siete. Así las cosas, el Hospicio, situado en la antigua ermita de Santa Elena, en las inmediaciones de Puerta Tierra, se quedó pronto pequeño. De ahí surgió la necesidad de construir un nuevo edificio.

Fue Torcuato Cayón de la Vega, probablemente el mejor arquitecto de la historia de Cádiz, el encargado de darle forma al nuevo inmueble, levantando el que, hoy por hoy, se considera como el mejor exponente del neoclásico civil en la ciudad. Corría por entonces el año 1763 y fue el gobernador de Cádiz, el conde Alejandro O'Reilly, el que donó los fondos para su construcción, contando también con una importante aportación del marqués del Real Tesoro. En la época era usual que los dueños de las grandes fortunas emplearan parte de la misma en beneficio de la ciudad.

Y aunque su vocación inicial era la de acoger a los cada vez más numerosos niños huérfanos de la provincia, Valcárcel fue antes una escuela privada de dibujo, germen de la Academia de Bellas Artes que se constituyó en 1789.

Con el paso de los años, y movidos por la necesidad, cumplió su vocación primigenia y se convirtió en un inmenso hospicio que, no obstante, llegó a quedarse pequeño. En 1861 el edificio acogía a unas 12.000 personas más el personal, con lo que no se daba a basto para dar servicio a tal cantidad de personas. Esto obligó a trasladar la sección de dementes al ex convento de Capuchinos. Quizá sus gritos, a veces fantasmagóricos, fueron el origen de las múltiples leyendas que giran entorno a supuestas presencias misteriosas en el edificio.

Fue pocos años después cuando la institución pasó a depender por primera vez de la Diputación Provincial, hasta entonces había dependido de las Hermanas de la Caridad y de la Junta Municipal de Beneficencia. Se conoció como Casa de Misericordia y, más tarde, como Hospicio Provincial y Hogar de La Milagrosa.

La etapa de Domecq

En aquella época, a los doce años se separaba a los internos que se criaban en el actual Valcárcel por sexos, pasando los niños al Hogar de la Divina Pastora en Jerez, donde podían quedarse hasta que se iban al Servicio Militar. Aquel Hogar no era del agrado del alcalde de la ciudad, don Álvaro Domecq, que veía como los árboles frutales de sus tierras iban menguando por las travesuras de los niños que buscaban cualquier artimaña para huir del hambre. Así, una de las primeras cosas que hizo Domecq al llegar a la presidencia de la Diputación, fue ordenar el traslado del Hogar a Cádiz.

Era una época dura para los internos. La mano dura de los celadores y educadores era proverbial. Se trató de mejorar la situación trayendo a varios Hermanos Salesianos, con lo que se introdujeron los primeros cambios. Los más relevantes afectaban a la libertad de los jóvenes, que por primera vez tenían oportunidad de realizar actividades al aire libre.

Fue el año 1961 el de la unificación de los hospicios en Cádiz, pasando el Hogar de la Milagrosa a llamarse Institución Carlos Valcárcel un año después, como homenaje al gobernador Carlos María Rodríguez de Valcárcel y Nebreda. La educación pasó a ser lo primordial en la vida del centro. José Calvo, hoy maestro jubilado, vivió todo el proceso, desde el traslado desde Jerez a los cambios de concepción que ha vivido Valcárcel en las últimas décadas. Pocos como él conocen la historia del colegio.

A su llegada a Cádiz fue testigo de la nueva orientación que el diputado provincial Fernando Portillo decidió darle a la beneficencia, «más acorde a los nuevos tiempos», lo que favoreció que se creara el primer Patronato Escolar y que se introdujera en el centro un instituto de Enseñanza Secundaria y la Formación Profesional. De allí salieron muchos de los profesionales mecánicos, torneros, zapateros, sastres, carpinteros, fontaneros e incluso panaderos que aún hoy trabajan en Cádiz. Pero no sólo eso, sino que la Institución Valcárcel alcanzó un alto nivel educativo. José Calvo recuerda como, en su primer año en Cádiz, sus alumnos ocuparon un tercio de las plazas que ofrecía el Instituto Columela para estudiar Bachiller, y no sólo eso, sino que de las siete matrículas gratuitas que otorgaba la Diputación a los mejores alumnos, cinco fueron para chicos del antiguo Hospicio. «El éxito fue tanto que Fernando Portillo me regaló mil pesetas, que entonces era más que el sueldo de un mes», recuerda con orgullo el profesor José Calvo.

El hacer de los Padres Blancos

Con el paso de los años, Calvo fue testigo de varias luchas de poder en el centro. Los Salesianos se fueron y llegaron los Padres Blancos. Entonces, por mediación del maestro, los niños dejaron de asistir, por obligación, a misa diaria y tuvieron una mayor libertad para salir a la calle. Con estos religiosos se crearon las becas del Patronato de Igualdad de Oportunidades, gracias a las cuales muchos niños necesitados de toda la provincia, especialmente de la Sierra, llegaron a Cádiz para formarse en distintas profesiones.

Y así, Valcárcel se fue adaptando a las nuevas generaciones, los nuevos modelos de enseñanza, los cambios políticos, la desaparición del internado, su conversión en instituto de Secundaria y, al fin, su cierre. El hecho de que su próximo destino sea convertirse en hotel no deja de ser paradójico, porque cuando el primer director salesiano del centro llegó a Cádiz a principios de los 60 y vio el edificio, pensó que más que de hospicio tenía aspecto de «hotel de primera».

En La Viña aún se recuerda que los sótanos del edificio fueron durante décadas usados como un inmenso depósito del que todos los vecinos sacaban agua de lluvia para su consumo, igual que aún resuena en la memoria de muchos las señales horarias de un reloj que les sirvió de orientación en su día a día durante muchos años. Aún hoy está su hueco vacío. Otro hueco, el del hambre y la falta de afecto familiar, lo vieron cubierto generaciones enteras gracias a los trabajadores de la Institución. Como propina, se llevaron la disciplina, casi militar, de algunos educadores y algún que otro coscorrón. Míticas son también las representaciones de teatro o los sones de la música de su Batallón Infantil. Infinidad de recuerdos entre unos muros que esperan a que alguien se acuerde de ellos.