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Política electoralista

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El Congreso de los Diputados aprobó ayer la reforma laboral el mismo día en que se dio a conocer el informe sobre competitividad global del Foro Económico Mundial, según el cual España retrocede nueve puestos hasta situarse como la 42ª del mundo. La entrada en vigor de la reforma va a estar sujeta a una prueba determinante: su capacidad para crear empleo. Es lo que han puesto en cuestión, desde posiciones encontradas, las centrales sindicales por un lado, PP, CiU y el PNV por el otro y distintas organizaciones empresariales. Es cierto que los cambios introducidos hubieran podido ir hacia un marco aun más abierto y competitivo, y que la nueva normativa puede dejar pendiente el problema de la dualidad en la contratación entre eventuales y fijos. Si la posibilidad, por ejemplo, de rescindir un compromiso laboral entre empresa y trabajador a causa de las dificultades económicas de la primera mediante una indemnización de 20 días por año trabajado no representa una medida de flexibilización válida para animar el mercado de trabajo, resulta difícil imaginar una reforma que por sí misma lo consiga respetando el marco de derechos sociales que caracteriza a los países de la Unión. Sería absurdo y ventajista imputar los problemas de competitividad a los que la economía española seguirá enfrentándose tras la reforma a las carencias que presenta ésta, cuando no existe -ni podría existir- un compromiso expreso de inversión y de creación de empleo sujeto a unas condiciones precisas de cambio normativo. Pero hay un aspecto de la nueva normativa laboral que interpela directamente al propio Gobierno y a las demás administraciones; es el referido a las exigencias de formación que acompañarán a los trabajadores en paro, y a la tarea que en general ha de desempeñar el servicio público de empleo por mucho que la reforma amplíe las atribuciones de las firmas privadas de contratación. Porque la competitividad depende en este caso de que el Estado supere sus propias carencias para propiciar una oferta formativa y de empleo adecuada al cambio de modelo productivo.

La dura condena del Parlamento Europeo a la política francesa de expulsiones masivas de gitanos provenientes de Rumanía y Bulgaria supone una advertencia de primera magnitud al presidente Sarkozy, poco usual en las relaciones de la Eurocámara con los Estados miembros. Las expulsiones no son algo nuevo, pero sí la publicidad y el electoralismo con los que el mandatario francés ha querido llevarlas a cabo. Sorprende sobre todo el elevado número de ellas en poco tiempo, unas mil desde agosto. Francia argumenta que la libre circulación de personas debe tener excepciones y límites. Pero la manera de repatriar impuesta a estos ciudadanos, casi automática y no caso por caso, no es admisible en una Europa basada en la no discriminación por razón de la nacionalidad o de la raza. En contraste con el Parlamento Europeo, la Comisión ha reaccionado muy tarde y con el perfil político bajo, algo a lo que nos tiene acostumbrados el presidente Barroso. El problema de fondo sigue siendo las dificultades de integración de estos diez millones de miembros de la minoría gitana en todo el continente europeo, sea en Francia o en Rumanía. Pero en ningún caso la pobreza de un colectivo establecido en un Estado miembro puede ser la razón para su deportación masiva.