Opinion

La soledad del funcionario

Zapatero ha pasado la tijera por la parte más estrecha y menos arriesgada

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Sobre el recorte del 5% de su sueldo a los funcionarios se podrá decir de todo: que es abusivo o insuficiente, que es injusto o necesario, que es útil o ineficaz, pero no que sea una medida impopular. Todo lo contrario. Pocas cosas hay más populares que la crítica del funcionario, ese personaje dibujado con trazos de opereta bufa, ese parásito a quien la opinión común atribuye el vicio de la vagancia. El estereotipo se completa con unas dosis de rigidez burocrática, otras tantas de impuntualidad y mucho de arrogancia y abuso de poder. La cosa viene de antiguo, tal vez de aquellos oficinistas de manguito y visera retratados por Galdós y caricaturizados por Valle que representaban lo más rancio del carácter nacional. Porque el funcionario nunca tiene un empleo, sino un privilegio. No trabaja, sino calienta el asiento. No administra, sino despilfarra los recursos de todos. Es difícil desmentir el tópico negativo que tanto han ayudado a fabricar los desayunos inacabables y las compras domésticas durante el horario de trabajo, pero cuesta más aún convencer a la gente de la decencia profesional de un solo empleado público. En este punto el presidente Zapatero no ha hecho un gesto de valentía, como dicen algunos. Al contrario, ha pasado la tijera por la parte más estrecha y menos arriesgada. La caza y captura del funcionario es uno de los deportes dialécticos nacionales, fruto de una especie de resentimiento sustentado en la mala conciencia laboral de la mayoría. Al extender la especie de que los funcionarios acostumbran a matar el tiempo leyendo la prensa o palpándose la región abdominal en un perpetuo 'dolce far niente', el mal trabajador de cualquier ramo encuentra un pretexto comparativo para su propia dejadez. Pero a eso hay que añadir el factor envidia. Se habla mal del funcionario porque goza de un empleo de por vida, cosa que en tiempos de precariedad parece un lujo. Y los lujos hay que gravarlos con los correspondientes impuestos, según la sugerencia de algún avispado y vengativo analista. Le preguntaron al Papa Roncalli en una entrevista cuántos funcionarios trabajaban en el Vaticano. «Yo creo que la mitad», respondió con malicia. Aquí la opinión general sería menos benévola, como en el chiste del ciudadano que llama a una oficina pública interesándose por el horario matutino del día siguiente. Al otro lado del teléfono una voz contesta: «No, por la mañana no trabajamos». «¿Y por la tarde?». «Por la tarde es cuando no venimos», le aclaran. No, no habrá algaradas callejeras ni huelgas generales de protesta contra el recorte porque el funcionario es consciente de que el impopular es él. Bajará la cabeza, aceptará la reducción de sueldo con resignación cristiana y se cuidará muy mucho de mostrar su insolidario descontento. Le quedará el consuelo de pensar que aún podía haber sido peor.