Opinion

Ángel Cristo

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Era una fría tarde de invierno, a principios de los setenta. Un circo había llegado a Jerez, instalándose en los terrenos habituales del Parque González Hontoria, en la antigua zona de la calle del infierno. Como siempre, allí estaba yo, niño absorto e hincha absoluto de cualquier espectáculo circense, cuando aun el Circo vivía con dignidad y podía ofrecer espectáculos de calidad. De aquel concreto Circo y aquel concreto día no recuerdo ninguno de los números y espectáculos que en él se ofrecieron. Tan sólo uno. Cuando llegó el momento, los operarios de la pista se dispusieron a colocar las altas rejas que indicaban que el espectáculo de los leones iba a comenzar. Ese que provocaba las máximas emociones, porque un hombre se encerraba sólo con una buena manada de fieras salvajes. El speaker, con su voz engolada e impostada anunció un nombre para mí desconocido, el del domador que iba a protagonizar la hazaña: Ángel Cristo. Salió a la pista con sus leones y comenzó a ordenarles que ocuparan sus sitios. Rugían las fieras y él las domeñaba con el chasquido de su látigo y sus gestos. Era bajito, de negra cabellera y vestido de modo singular. La gente aplaudía y él mantenía en vilo al público con sus arriesgados momentos. Cuando metió su cabeza en la boca de uno de ellos el auditorio contuvo la respiración mientras esbozaba una exclamación de pánico, para ovacionar luego sin tregua al valiente. Llegó un momento en el que el número tocó a su fin, y los leones uno a uno fueron volviendo por el túnel de hierro de donde habían salido. Todos menos uno, rezagado e inmóvil en su sitio, como desafiando a su amo y señor. El nombre del león era Tarzán. Evidentemente, era un momento preparado, pero yo y muchos no lo sabíamos entonces. El locutor de pista rogó a Ángel Cristo que se apresurara con el león. Ángel se acercó y le conminó a irse con autoridad, mientras el león le soltaba un zarpazo en el aire, acompañado de un ¡cuidado Ángel!, del locutor. El público estaba literalmente pegado a los asientos con la cara blanca. Y yo, acojonado perdido, pensando que el león se lo iba a merendar. Pero aquel Ángel Cristo en plenitud era más poderoso que Tarzán, y con su látigo lo hizo bajar mientras se abrazaba a él en medio de un aplauso de fábula. Así he recordado siempre a Ángel Cristo, y así lo recuerdo ahora, cuando el león salvaje de la vida se lo ha comido para siempre.