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Otra batalla

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Por si no teníamos bastante con la batalla política de la renovación del Tribunal Constitucional y el Estatuto de Cataluña que definirá el modelo de Estado de las Autonomías, y con Garzón como paradigma de la posibilidad o no de justicia en nuestro país contra los poderosos, sean terroristas, prevaricadores, traficantes, corruptos, dictadores, terroristas de Estado o golpistas inmisericordes nunca enjuiciados; por si no teníamos bastante, vuelve la guerra de la inmigración abanderada por el hiyab con el que Najwa acude a un Instituto de la Comunidad de Madrid. Las trompetas ya habían anunciado esta guerra con la crisis económica como fondo: el arribismo de partidos racistas en Cataluña y el oportunismo de otros que, o se niegan a inscribir inmigrantes o denuncian a los inmigrantes inscritos en el censo de población, con la vista puesta en las elecciones.

Hoy le toca a los símbolos religiosos de «los diferentes» y, con presteza, han salido los bomberos pirómanos a echar gasolina al fuego, convencidos de que la xenofobia y el racismo son rentables electoralmente y ayudan a vender periódicos. En un país que no ha conseguido aún sacar la religión mayoritaria y sus símbolos de las escuelas, es un ejercicio de cinismo exigirlo radicalmente a las minorías. Pero nada es blanco o negro y los desafíos que plantea la convivencia de una sociedad culturalmente mestiza (con casi un 10% de inmigrantes de más de 100 países y todas las religiones) son complejos.

Cuando los valores entran en conflicto sólo cabe apelar a su jerarquía. Y la deseada integración ha de hacerse bajo el paradigma de la pluriculturalidad, en la que los valores democráticos están por encima de cualesquiera otros con los que entren en conflicto: no es posible el multiculturalismo relativista que exige respeto a usos o normas en conflicto con las libertades o el ordenamiento jurídico (poligamia, uniones forzadas, ablación, etc.).

Reconociéndonos como una sociedad definitivamente mestiza, cabe apelar al sentido común para resolver los conflictos con mesura y equidad. La deseable autonomía de los centros educativos debe compatibilizarse con el supremo derecho a la libertad y a la educación.

Si de verdad el Estado español opta por la laicidad de los espacios públicos, comenzando por el educativo, Najwa debería abandonar el Instituto que prohíbe cubrirse la cabeza en su reglamento, sobre todo si es por motivos de su religión. Pero no es el caso en un país donde los símbolos de una religión presiden la escenografía del poder y la tercera parte de las aulas, y donde algunos funcionarios religiosos dan clase con alzacuellos o tocas que tapan más que la hiyab de Najwa.

¿Qué tal si se pacta la futura Ley de Libertad Religiosa?