Tribuna

Ocaso y fin de Kotinoussa

PROFESOR DE FILOLOGÍA LATINA EN LA UCA Actualizado: Guardar
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Resulta admirable la extraordinaria conservación del patrimonio arquitectónico de los tres últimos siglos que singulariza a la ciudad de Cádiz. Y más admirable es la tozudez con que las administraciones públicas se empeñan a veces en borrarlo. Ocurre con los umbrales; es un deleite pasear las calles de Cádiz observando la cantidad de piedras macizas, monolíticas, que flanquean el paso a las casapuertas, piedras nobles por su material (mármoles de otro tiempo, exóticos, veteados, de colores; losa de Tarifa...) y por su antigüedad (el XIX, el XVIII, el XVII), que exhiben venerables la huella de los pasos de muchas generaciones. Pasear descubriéndolos es un deleite, sí, pero amargado por una terrible inquietud: ¿seguirán estando ahí el próximo paseo? Los retiran los particulares en sus reformas privadas y los retiran las oficinas de rehabilitación en sus reformas públicas. Resulta clamorosa la necesidad de protección (en el PGOU, en la normativa urbanística) de estos testigos mudos de la Historia, la urgencia de campañas de concienciación sobre el valor de los pavimentos centenarios que cubren incontables casapuertas y patios. Eso sería lo deseable; pero, lejos de eso, las administraciones el ejemplo que dan es el contrario. La plaza de Mina lucía un peculiar pavimento de piedra de cantería similar a la losa de Tarifa combinada con mármol, una riqueza singular de la ciudad y un placer para el paseante. Hoy, tras cerca de un año de obras, le ha sido arrebatada a la plaza su exquisita diferencia, y luce un granito que, por repetido en plazas de todas las ciudades de España, resulta impersonal. Similar destino (LA VOZ, 18/02/2010) aguarda a la plaza de San Juan de Dios; está ultimándose un proyecto para cambiar su pavimento y sustituir las palmeras (por cierto, ¿van a retirarse también las magníficas piezas monolíticas de mármol amarillo que unen el pie de los soportales del Ayuntamiento?). Cada vez que paso por la plaza de Candelaria dejo mi vista correr por la deliciosa losa de Tarifa de sus suelos, sus bordillos, sus alcorques: entre planes-E y «reurbanizaciones» debidas a los millones del Bicentenario, cada día podría ser el último en que a uno le sea dado gozar de esa belleza irrepetible. Y no entro aquí en el caso del Campo del Sur, donde se están sustituyendo kilómetros de mármol travertino por cemento (¡!): qué manía por gastar en cosas innecesarias los millones con que se podría mejorar nuestra ciudad y nuestras vidas (con residencias geriátricas, por ejemplo, que, además, animarían una economía con pocas salidas; o realzando y preservando el patrimonio existente, lo cual da igualmente puestos de trabajo evitando el despilfarro de recursos naturales).

Uno de los casos que más llama la atención al sufrido paseante de Cádiz es la persecución que sufren sus árboles; con qué facilidad se quita un árbol de gran porte, como el enorme ejemplar que cubría de sombra la plaza de la Constitución (frente a la Delegación de Hacienda), para sustituirlo por una escultura metálica; el mismo destino corrió el olivo de la actual rotonda del candado. Por lo demás, sorprende el ahínco con que se vigila que ningún árbol alcance el porte que le corresponde mediante talas abusivas (que a menudo les provocan necrosidades -así los plátanos de la Plaza de España- o incluso la muerte -que amenaza a uno de los singularísimos tarajes del Paseo Marítimo, hacia Isecotel-); de haberse seguido esta norma durante el siglo XX, no disfrutaríamos hoy de los soberbios ejemplares del Hospital de Mora, o la Alameda de Apodaca, que por desgracia se cuentan con los dedos de una mano. Finalmente, es frustrante la práctica de plantar en los nuevos espacios en lugar de árboles washingtonias, esas palmeras de exigua copa, que no dan sombra y que nunca han sido de aquí.

Estos días nos enteramos del caso de un árbol centenario como es el olivo que crece en el patio del Convento de Santa María. Su edad bien puede superar los doscientos años; podría ser el único ser vivo de esta ciudad que asistió a los hoy celebradísimos años de la redacción de la Constitución de Cádiz. Por lo demás, es un símbolo de los bosques que cubrieron ese territorio en la Antigüedad, que llevaron a los griegos a bautizarlo como Kotinoussa, «Isla de los acebuches». Parece ser que el proyecto de restauración del Convente prevé la eliminación del olivo. ¿Cómo puede entenderse que en estos momentos en que las Administraciones celebran a bombo y platillo el año de 1812, esas mismas administraciones estén borrando tantas huellas que acercaban a la ciudad a ese momento?