Un policía anota los desperfectos en una vivienda del centro. :: M. GÓMEZ
Ciudadanos

«Los niños lloraban sólo con oír el ruido de la lluvia en el techo»

Familias de la capital gaditana relatan el temor de ver sus casas anegadas por una nueva tormenta

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A los niños de Cádiz, de ahora y de antes, la mitología hereditaria les alecciona para temer el mar que lo puede todo. Algún día vendrá una ola. La virgen paró la última. Pero nadie les prepara para protegerse de la climatología. Se les educa en la creencia de que en su ciudad llueve poco, siempre tienen diez meses de buen tiempo y, como mucho, molesta el Levante.

Pero hay niños que viven en otro cuento. Están condenados a vivir en los lugares que los demás vecinos olvidan cada poco, para evitar la vergüenza. En ese otro Cádiz, nunca sale el sol (que ayer lucía casi insultante), siempre llueve demasiado y la fría humedad, ni en agosto desaparece. Son los que viven en indignas infraviviendas, los que ocupan pisos quebrados en azoteas o bajos mal construidos.

Son los que duermen en los escondrijos en los que se mete todo. Allí se juntan el paro crónico, la rehabilitación que nunca llega, el realojo imposible y los desagües atascados. Todo les toca a ellos porque sólo ellos están expuestos a todo.

La tromba que descargó una descomunal cantidad de agua sobre Cádiz a las 20 horas del pasado jueves también les eligió.

Para todos los demás, fue poco más que una anécdota molesta en un invierno insufrible y pesado. Para los que viven en esos lugares fue un espanto, que amenaza con volver y que les recuerda que son los que menos tienen. «Siempre nos toca a los mismos». El lamento universal en versión local, doméstica. «Tuvimos que sacar al niño corriendo de la cama porque el bajante estalló y el agua sucia, con mierda flotando, casi cubría el colchón. Hubo que sacarlo. Tiene cuatro años. Queríamos que fuera a casa de su abuela. Llamamos un taxi, pero no había ninguno disponible. Cuando nos atendieron, nos dijeron que era imposible que el coche llegara a la puerta. Tuvimos que sacarlo en brazos, envuelto en abrigos y mantas, a la calle. Diluviaba. Hasta la plaza de España y allí encontramos un coche». La que recuerda entre lágrimas lo que vivió la noche anterior es María del Carmen Segundo. Junto a su marido y su hijo viven en Santo Cristo, 3. Bajo B.

Ayer, 15 horas después del peor momento, todavía seguían limpiando con lejía -«estuvimos hasta la una de la mañana»- y hacían recuento de daños en compañía de los vecinos: «Los electrodomésticos se han estropeado porque el agua llegó a los motores. Lo peor es la nevera, que está para tirarla y vamos a perder todo lo que hay dentro», lamenta mientras la abre para mostrar un surtido de alimentos que debe suponer, al menos, la mitad de la compra mensual.

Precisaron ayuda de los bomberos. «Se portaron muy bien, aunque no podían desatascar. Achicaron un poco y nos animaron», detalla Carmen. Sin embargo, critica el trato recibido por Aguas de Cádiz: «Les llamamos y ni han venido. Ni caso». A la hora de pedir ayuda, no sabe a quién dirigirse. «Que alguien haga algo para que no vuelva a suceder porque yo no podría soportar otra vez lo de anoche [por el jueves]».

Al otro extremo del casco antiguo, en la linde con La Viña, María Caño relataba una escena similar, aunque no la viviera en primera persona: «Lo pasamos muy mal por la familia de ahí enfrente», asegura mientras señala, fregona en mano, la otra puerta del bajo de Hospital de Mujeres 67. Sus cañerías resistieron, pero las del vecino, no: «Lo pasaron fatal. Tuvieron que sacar al niño que tienen, de siete años». Otro menor asustado. «Lo que estalló y lo que salía era agua sucia» dice mientras mira la puerta cerrada de los vecinos.

«Se han ido esta mañana, estaban fatal», concluye mientras sigue limpiando los restos de la inundación. Asegura que lo peor les llegó después que a otros barrios. «El momento más complicado fue sobre las diez de la noche, quizás un poco antes. La cantidad de agua que se acumuló en esta calle no era normal».

Goteras como cascadas

Ni a 500 metros, Encarnación número 5, nuevo símbolo de la invencible infravivienda. Los puntales ya ponen mal cuerpo al que sube la escalera en cualquier momento del año, con o sin lluvia. Al llegar a la azotea, la desconfianza se convierte en sorpresa. El suelo de las dos habitaciones está cubierto con una veintena de fiambreras, algunas muy pequeñas, para recoger el agua que cae del techo: «Cuando apretó, no eran goteras, eran cataratas. Los niños lloraban con sólo oír la lluvia en el techo. Tuvimos que sacarlos y llevarlos a casa de su tío». Son dos gemelos de seis años y el agua le empapaba el colchón según detalla su madre, Sonia García, que casi se ducha sin querer al tocar una bolsa de plástico, puesta bajo uno de los inmensos agujeros del techo y que acumula agua de lluvia, rojiza por la mezcla con la pared, de toda la noche.

«Las goteras enormes no empezaron a bajar un poco hasta las seis de la mañana. Hemos estado toda la noche sacando agua y luego nos sentamos en el sofá pero no hemos podido pegar ojo».

Para ellos, cada chaparrón es un maremoto y nunca llega la virgencita que les salve. Los gaditanos con suerte temen a la mitología. Los otros, a la climatología.