Opinion

Política y creencia

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL DE LA UNIVERSIDAD DE CÁDIZ Actualizado: Guardar
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La apertura de los archivos de la Unión Soviética está obligando a revisar algunos de los presupuestos que creíamos básicos de la historia de la II República y de la Guerra Civil. Los nuevos datos han venido a recalcar ideas que estaban latentes en el estudio de esta etapa de nuestra historia, pero pendientes de la adecuada confirmación. Entre éstas, me interesa en particular la cuestión de cuánto tuvo de «guerra de religión» el enfrentamiento fratricida del pasado siglo. Cada día parece más evidente que en aquella contienda la pugna no se libró entre dos sistemas políticos, sino en una dimensión más amplia o ambiciosa, entre dos cosmologías, dos formas de ver el mundo.

Que el cristianismo es una creencia no precisa de mayor demostración. Ahora bien, lo que no está comúnmente aceptado es la afirmación de que los comunistas, anarquistas y socialistas que empuñaron las armas en repetidas ocasiones durante la primera mitad del siglo XX, culminando en la explosión de 1936, eran también creyentes antes que militantes políticos. Esta reflexión no sólo tiene valor histórico, que también y mucho, sino que además ofrece el interés actual, rabiosamente presente, de concretar cuánto de este fenómeno queda en los partidos y en las gentes que hoy se consideran de izquierdas.

En los textos clásicos del marxismo la autocrítica se señala como seña de identidad de la vanguardia política del proletariado; sin embargo, la práctica ofrece pocos ejemplos de la aplicación de este mandato. Son muchos y variados los casos en que se observa justo lo contrario, esto es, no sólo la incapacidad de digerir las críticas y de aceptar al disidente, sino el fomento de prácticas de ensalzamiento del líder carismático hasta extremos caricaturescos (Stalin, el Gran Timonel, Fidel, o los más recientes líderes norcoreanos), y, sin llegar al dislate sumo de la exageración, los partidos de izquierda han mostrado una significativa inclinación al caudillismo carismático que tolera con dificultad el desacuerdo de opinión e incluso lo reprueba como ataque herético.

En la dialéctica democrática, el método de razonamiento y la relación misma entre contrarios precisan sujetos políticos con capacidad de afrontar la oposición, que constituyan una masa crítica impulsora y a la vez controladora del poder. En este sistema, cuando un ciudadano expresa su opinión, está mostrando una preferencia entre opciones políticas diversas que respetan un marco común y acepta conscientemente el presupuesto de que, en cuanto ciudadano, carece del monopolio de la verdad y, por tanto, los otros pueden ser mejor opción de gobierno. El ciudadano, en consecuencia, opera y vota admitiendo que «puede estar equivocado», y de ahí que en unas ocasiones vote a un partido y en otras a otro diferente, según su capacidad de discernimiento al analizar las propuestas teóricas y la realidad práctica del gobierno.

Si examinamos la fidelidad del voto de ciertos sectores sociales, no cabe más remedio que concluir que una importante masa de electores españoles votan su opción política sin detenimiento previo ni esfuerzo de racionalización, sólo porque son «los suyos» y los oponentes «los otros»; y esta simplificación perversa del compromiso individual que el ciudadano asume en la participación democrática del manejo de los asuntos públicos la vemos en todos los niveles, con independencia de la formación académica o nivel de renta de la población. ¿A qué se debe este comportamiento? Es aquí donde volvemos a la primera cuestión planteada, porque la razón es que muchos ciudadanos españoles tienen «creencias» políticas, en vez de «opiniones» políticas y, como creyentes, investidos de una legitimidad pre-democrática, justifican cualquier comportamiento de «los suyos» y los ataques más cínicos contra «los otros». El siglo pasado nos ofrece una valiosa lección sobre las consecuencias que desencadenó este fenómeno de vivencia de la política como creencia y sobre la inconveniencia de que la política usurpe una trascendencia propia de la religión y del sentimiento religioso. Y en el presente, aunque las manifestaciones de esta confusión sean menos virulentas, deben seguir preocupándonos, porque son un índice claro de mala calidad de nuestro sistema democrático.

En algunos ámbitos de nuestro entorno, se tiende a considerar con demasiada precipitación que esta perturbación del fondo y de la forma del discurso político es un comportamiento exclusivo de la derecha, pero no es así. También los partidos de izquierda y sus apoyos sociales se conducen en muchos casos como creyentes. Sus posturas y opciones políticas se presentan con frecuencia no como lo que deben ser, simples propuestas discutibles que han de ser pensadas y contrastadas, sino como formulaciones maximalistas; si sus postulados son confirmados por las urnas, el resultado electoral se declara fruto de la legítima expresión de la voluntad popular, mientras que, en caso contrario, el escrutinio pasa a ser considerado, con más o menos sutileza, como producto de un contubernio, el resultado contaminado de las oscuras componendas de poderes egoístas y antidemocráticos, o, en el mejor de los casos, la consecuencia de un «error del pueblo».

Esta forma de militancia creyente explica que cada día sea más frecuente encontrar personas, a veces incluso tan jóvenes que en su vida han visto a un auténtico fascista, que alegremente tachan de «facha» a cualquiera que escape del marco tribal de lo políticamente correcto. Y asimismo explica que en los partidos de izquierda no sólo no se dé la autocrítica, sino que cunda el apoyo inquebrantable al líder carismático al margen de su comportamiento, con el argumento del toque a rebato ante la amenaza de que vuelvan «los otros», «fachas» con menor o incluso ninguna legitimación para gobernar. Pero esta actitud es tan impropia de un partido que se considere de izquierdas que ataca al mismo fundamento de la ideología socialista, como puso de manifiesto Besteiro al afirmar: «El día en que en un Partido Socialista se cegaran las fuentes de la crítica, de la crítica de sus propias ideas y de sus propias actuaciones, tanto como de la crítica de los hechos de los principios de los adversarios, ese día el Partido habría perdido su propio carácter y se habría convertido en una secta de apasionados doctrinarios».

Comprender este fenómeno puede servirnos para frenar la peligrosa deriva a la que nos vemos abocados últimamente. A la política le sobra metafísica: no podemos pasar de «la unidad de destino en lo universal» a otras formulaciones incomprensibles y vacías, simples tautologías, como las «ansias infinitas de paz», las «conjunciones planetarias» o la «alianza de civilizaciones». Es urgente el pensar y el hacer política con menos creencia y más opinión crítica.