Margaret Thatcher./ Archivo
obituario

Margaret Thatcher, una apisonadora

La ex primera ministra británica murió de una apoplejía a los 87 años de edad

MADRID Actualizado: Guardar
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Se atribuye a Sr. Winston Churchill, el hallazgo de quien, visiblemente, disfrutaba en política que, por desgracia “no se puede ser feliz todo el tiempo”. Es un oficio duro, dicen y exige una vocación que la baronesa Thatcher de Kesteven, con asiento vitalicio en la Cámara de los Lores, sintió joven y llenó del todo: fue la primera mujer primera ministra en el Reino Unido, dirigió el Gobierno más de diez años y murió hoy a los 87 años.

El último de sus sucesores en el cargo, David Cameron, estaba en Madrid cuando se difundió la noticia e improvisó una calurosa definición (“día triste”… “gran líder del partido”…) que culminó con unos piropos ligeramente exagerados (“el mejor jefe de gobierno en tiempos de paz”, lo que salva a Churchill, y alguien que “salvó al Reino Unido”. Se podría preguntar de qué y encontrar una respuesta en el estancamiento económico que el país vivía en 1979, cuando ella ganó su primera elección al frente del partido conservador.

Una interpretación menos razonable sería la que entiende presentarla como ganadora de la guerra de las Malvinas contra la Argentina en la primavera de 1982, que no pasará a los anales de las grandes hazañas militares, salvo que se tome como tal el hundimiento de un viejo crucero argentino por un flamante submarino nuclear británico…

Una carrera vocacional

El padre de esta mujer había sido algo así como concejal (de profesión, comerciante y tendero, rigurosamente metodista, un dato que podría explicar algunos tics de la interesada) y se apellidaba Roberts. Iba para química (y lo fue: se graduó en ciencias químicas en Oxford) pero, tentada ya por la política, comprendió que debería ser abogada y también lo fue. Buena parte de este meritorio esfuerzo se lo debe a Denis, quien, además de su marido fue un acaudalado industrial, apoyo, mentor y consejero.

Convertida desde sus días universitarios en ultraliberal en economía (seducida por la obra de Von Hayek y adversaria de nómina del keynesianismo) siempre acompañó su acción pública de un tono que, además de muy gentry, era un poco arcaizante, con sus vestidos, sus ademanes y, sobre todo, sus peinados. Parecía lo que probablemente era: una señora a la que costaba entender la revolución social, moral y cultural en marcha.

Su carrera, vocacional como pocas y como tal muy respetable, la llevaría a los Comunes primero, cuando solo había 21 mujeres en el parlamento y a un puesto ministerial de importancia en el segundo gobierno de Edward Heath… exactamente su reverso: moderado, discreto y apacible. Ella, toda pasión, actividad, doctrina y voluntad. Supo en seguida que nada es posible fuera del partido (no había “primarias” entre el público, como menudean ahora) y pacientemente se preparó una base en el Conservador. Ganó contra Heath la elección interna en 1975 y cuatro años después las elecciones legislativas. Se convirtió en la primera mujer que dirigía el gobierno. Y allí estaría hasta noviembre de 1990.

La buena suerte de las Malvinas

Percibida ya entre los tories como una apisonadora a la que gustaba ser obedecida, tal vez su temperamento comenzó a jugarle malas pasadas muy pronto. De hecho, había ya una cierta fronda anti-thatcheriana cuando la insólita - y descabellada- decisión argentina de invadir y conquistar las Islas Malvinas vino en su ayuda. La primera ministra hizo saber de inmediato que no toleraría un ataque “al suelo bajo nuestra soberanía nacional”, ordenó preparativos para la contraofensiva, y galvanizó al público.

En cierto modo se puede creer que las Malvinas salvaron su gestión. El respaldo popular, estimulado por una prensa popular (los así llamados tabloides) desatada y belicista hasta el ridículo sirvió durante bastante tiempo y en 1983 repitió el triunfo. Apenas se valoró el hecho de que el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, en buena sintonía ideológica, anti-soviético visceral como ella, pero de carácter del todo opuesto, cordial y dejándose aconsejar, fue discreto y rehusó apoyar la expedición militar o ensalzarla.

Entre tanto empezó a aplicarse el genuino programa social y económico del gobierno, en un correlato con la negociación por el definitivo status que el Reino Unido tendría en la Unión Europea (sobra decir que la primera ministra era alérgica al esfuerzo de unificación europea y seguía a rajatabla la política tradicional de oponerse a la emergencia de todo poder hegemónico en el continente). Este periodo fue el menos conflictivo de la hiperactiva jefa del gobierno porque la lucha a muerte contra los terroristas del IRA aún no había llegado a un punto crítico y, por lo demás, disponía de considerable respaldo social.

Estado-providencia y sindicatos

Coherente con su ideario ultraliberal en economía, que nunca había ocultado y con el que había ganado la elección en 1979, abordó un planificado desmantelamiento del welfare state, el sistema público de protección social en que había devenido el planteamiento que los difíciles días de la II Guerra Mundial, y pensando en la paz, habían acordado conservadores y laboristas y se tradujo en el todavía hoy interesante “Informe Beveridge”, la obra del liberal moderado de ese nombre.

La ofensiva contra el poder sindical, ciertamente muy fuerte y con un partido, el laborista, que pasaba por entonces por ser su correa de transmisión y del que era un rehén de hecho, fue una primera prueba de fuego, solo a medias ganada, pero no perdida del todo. Las poderosas “Unions”, burocratizadas y disciplinadas, fueron presentadas como un poder dentro de otro y el trabajo de la primera ministra conoció, junto a una oposición social considerable, algunos reconocimientos. De hecho, el nuevo laborismo, que volvería al poder con Tony Blair, renegó para siempre de su relación privilegiada con los sindicatos.

Testaruda y voluntariosa, ordenó pisar el acelerador de las reformas cuando la prudencia aconsejaba levantar el pie. Así se lo hicieron saber, sin éxito, las pocas personas que tenían acceso a la “dama de hierro” y podían manifestarse libremente en su presencia. Llegó el desastre conocido por el nombre del inolvidable “poll tax”, un impuesto sobre vivienda, en forma de gigantesca manifestación, con heridos, detenidos y desazón a raudales, el 31 de marzo de 1990. Ni el enfrentamiento con los mineros, ni la determinación de dejar morir a activistas del IRA en huelga de hambre, ni los retrocesos en elecciones locales habían indicado un fin tan abrupto del thatcherismo, pues en eso había devenido el conservatismo.

El amargo final

Acaso el único que podía intentar el milagro (un giro táctico de gran envergadura y un congreso extraordinario hacia 1988-89) era Lord Howe quien había estado en todos los gobiernos de Thatcher desde el 79 y era miembro de su comité restringido de gobierno, el verdadero ejecutivo del país. Cansado de fracasar mediante la convicción, debió organizar el relevo desde dentro del gobierno: el uno de noviembre de 1990 dimitió súbitamente y la crisis siguió con un gesto insólito en una década: alguien (en la ocasión Michael Heseltine, un ex-viceministro de Defensa indispuesto desde hacía tiempo con la primera ministra) anunció que le disputaría el liderazgo del partido…

Es cierto que Thatcher aún ganó la elección interna… en la primera vuelta, pero el resultado obligaba reglamentariamente a una segunda ronda y los indicios de que entonces perdería … la indujeron a dimitir, una palabra que poco esperaban ver en sus labios. La prensa interpretó correctamente que había sido un complot interno por el que los conservadores “de toda la vida” habían echado a una mujer de hierro acostumbrada a hacer su voluntad. Heseltine haría después una gran carrera con quien sucedería a Thatcher, John Major, de quien sería viceprimer ministro.

Encerrada en un silencio total durante algún tiempo no dudó en acusar a sus adversarios internos de haberla expulsado con malas artes y nunca les perdonó. Tenía entonces 66 años y buena salud… pero estaba fuera de un cierto tiempo nuevo y cambios que justificaron de sobra su relevo. Hecha inmediatamente baronesa vitalicia por la reina y perseguida por su imagen de persona autoritaria, desapareció casi del todo de la escena pública. Han hablado de ella, y sin parar, sus adversarios en la sociedad, no en la política profesional: lo que algunos tienen por desmantelamiento del viejo estado-providencia con graves repercusiones entre las capas sociales más modestas ha creado literalmente una pléyade de guionistas, escritores y cineastas que no opinan como David Cameron. No creen que haya “salvado al país”, y la detestan, pero coinciden en que fue todo un carácter, una vocación y un éxito que hoy termina con algo más que la benévola y clásica división de opiniones…