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Irak: Diez años después

Las consecuencias son hoy del todo visibles y, en un asunto concreto, el auge del yihadismo en la región, la decisión solo consiguió implantar, como hoy está, casi al descubierto y con un poder militar creciente, a al-Qaeda

MADRID Actualizado: Guardar
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Se cumplen diez años desde que empezó la guerra de Irak, la invasión de ese país por una llamada y novedosa coalición de voluntarios, de hecho una gran fuerza militar americano-británica y una escolta muy modesta, irrelevante en términos prácticos, de algunos pequeños países que aceptaron la propuesta en un intento de esconder un poco la soledad de Washington y su socio británico.

Sobra decir que el intento fue vano: el mundo entero asumió que solo la decisión norteamericana y la decisión de Tony Blair de estar en la expedición en nombre de las special relations con los Estados Unidos anudadas por Churchill y Roosevelt durante la II Guerra Mundial, habían hecho el prodigio. Y, de paso, cometieron un error de graves consecuencias.

Tales consecuencias son hoy del todo visibles y, en un asunto concreto, el auge del yihadismo en la región, la decisión solo consiguió implantar, como hoy está, casi al descubierto y con un poder militar creciente, a al-Qaeda, que con el nombre de “Emirato Islámico de Irak” se ha instalado en el gran país. La última hora de este proceso es esta constatación de los especialistas: el “Yabhat al-Nusra”, es decir, la facción yihadista que consigue los mejores éxitos militares en Siria contra el régimen de Bashar al-Assad, es indistinguible en la práctica de la rama iraquí de al-Qaeda.

El precedente kuwaití

La mención de al-Qaeda es pertinente porque hay un cierto consenso sobre este hecho: sin el 11-S, y por mucho que se hubiera extendido la presencia terrorista en el área nunca se habría producido la invasión de un país grande y clave, gobernado por un régimen que aunque digno de todos los reproches por su represión feroz del nacionalismo kurdo, su condición dictatorial y su invasión y corta ocupación del vecino Kuwait, garantizaba que los terroristas no pondrían pie en él.

Este hecho, la anexión de Kuwait y su ocupación por el Irak de Saddam Hussein entre agosto de 1990 y febrero de 1991, provee un precedente muchas veces evocado para razonar contra el mayúsculo error norteamericano de 2003: el presidente Bush padre se armó de paciencia, pidió con respaldo internacional la evacuación del pequeño emirato por los invasores y anunció que su país encabezaría una coalición para obtenerla por la fuerza si era preciso… con la luz verde de las Naciones Unidas.

Y así sucedió: una gran fuerza militar muy variada, con presencia de muchos Estados varios de ellos árabes (empezando por fuertes contingentes sirios, ¡quién lo diría hoy!) y el aval de la ONU liberó al país e infligió una rápida derrota a los iraquíes. Se ha visto en este precedente un ejemplo de libro sobre cómo proceder juiciosamente… exactamente al contrario de cómo lo hicieron Bush. jr. y su equipo de seguridad, sin duda inspirado y controlado por su poderoso vicepresidente, Richard Cheney. Menos preclaro estuvo, contra pronóstico, el general Colin Powell, jefe de Estado Mayor en lo de Kuwait y Secretario de Estado en lo de Irak: ha pasado a la historia su comparecencia ante la ONU para explicar a un público del todo escéptico que Saddam Hussein disponía de un arsenal de “armas de destrucción masiva” y debía ser derrocado.

La campaña frente a la opinión

Washington se empeñó en una verdadera cruzada para convencer al mundo de lo razonable y justo de su tesis, pero fracasó y procedió a invadir el Irak sin autorización de la ONU y con la supuesta esperanza de que encontraría las famosas armas que, claro está, nunca aparecieron. Miles de artículos solventes se habían escrito para explicar desde todos los puntos de vista que no había arsenales pero la decisión de intervenir estaba tomada desde que el Senado había dado al presidente en octubre de 2002 una autorización genérica para recurrir a medios militares si lo consideraba preciso.

Este hecho sí era decisivo y la “luz verde” senatorial incluyó, entre otros muchos notables, a Hillary Clinton, Joe Biden o John Kerry… que, como casi todos los demás firmantes, se arrepintieron en los meses siguientes y, uno tras otro, escribieron en la prensa artículos de consternación y petición de excusas. Pero hubo algunos más perspicaces, como un tal Edward Kennedy y, en el Senado de Illinois, un tal Barack Obama… Con todo, y pese a la explícita observación del entonces general de la ONU, Kofi Annan, de que la guerra era ilegal y de que la fractura afectaría a la OTAN, que se negó en redondo a cooperar, Bush ordenó el ataque.

La campaña por convencer a la opinión no había sido del todo infructuosa y a la pregunta de si creía que Saddam Hussein disponía de “armas de destrucción masiva” una mayoría apreciable respondía que sí lo que, presuntamente, daba una especie de mandato oficioso a la Casa Blanca en nombre de la opinión, una opinión, hay que repetirlo, traumatizada por la tragedia del 11-S e incapaz de distinguir lúcidamente entre al-Qaeda y un gobierno árabe y anti-norteamericano sin más…

Una tragedia “sin parangón”

La versión blanda y en ese momento un punto mirífica fue dada el uno de mayo de 2003 a bordo del portaviones “Abraham Lincoln”, al que llegó, vestido como un piloto, el presidente Bush para decir a las fuerzas armadas nada menos que esto: “América os envió para eliminar una gran amenaza y liberar a un pueblo oprimido y esta misión ha sido cumplida”. Fue la célebre “mission accomplished que, como se supo más tarde, hasta el propio Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa y acreditado neocon, encontró excesiva y pidió eliminarla del discurso oficial. Bush, y esto pasó más inadvertido, añadió que “la Guerra contra el Terror (con mayúsculas en el original inglés) continúa… lo que indicaba una explícita voluntad de mezclar la invasión con la guerra contra el terrorismo, lo que, evidentemente, no era el caso.

Es muy conocido lo que siguió hasta la conclusión oficial de la contienda, el 18 de diciembre de 2011, con la última evacuación en función del acuerdo alcanzado con las nuevas autoridades (un gobierno de coalición tras la victoria electoral de la coalición shií de Nuri al-Maliki, que todavía hoy es primer ministro). Una administración demócrata que en 2008 había heredado la guerra, asumió su fin sin desfile de la victoria, con un tono menor y la promesa de seguir honrando la memoria de los 4600 muertos y varios miles de lisiados y minusválidos creados por el conflicto.

El desastre político y diplomático era ya un hecho: al-Qaeda, que había combatido fuerte en las provincias sunníes de Irak, y singularmente en Anbar, se rehizo a su modo y es ahora lo que era impensable en los días de Saddam: una milicia fuerte que provee combatientes para Siria y que está matando shiíes iraquíes sin tregua, con una furia y una frialdad que convierte poco a poco al país en el escenario de una guerra civil oficiosa sectaria y confesional… La guerra contra el terrorismo, sin mayúsculas y sin portaviones, se ha complicado, y mucho, con la decisión de invadir Irak hace diez años. Una decisión no solo ilegal y vendida a la opinión con engaños, sino estratégicamente equivocada y que hace bueno el adagio maquiavélico: fue peor que un crimen, fue… un error…