El presidente de EE UU, Franklin D. Roosevelt, y el primer ministro británico, Winston Churchill, hablan en la cubierta del barco Príncipe de Gales. / Archivo
ESTADOS UNIDOS | HISTORIA

El triunfo de la libertad frente a la barbarie

Mañana se cumplen 70 años del día en que Alemania e Italia declararon la guerra a Washington

MADRID Actualizado: Guardar
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El 7 de diciembre de 1941, la Marina Imperial japonesa atacó la Flota del Pacífico que la Armada de los Estados Unidos tenía estacionada en la base hawaiana de Pearl Harbor. El almirante Yamamoto fue el encargado de planear la acción, que pilló por sorpresa a Washington, sumido en un encendido debate entre los aislacionistas, partidarios de mantener a los soldados estadounidenses al margen de las cruentas operaciones bélicas que se desarrollaban en el Viejo Continente, y quienes abogaban por una mayor implicación del país en la guerra que se estaba librando.

Los primeros consideraban que Estados Unidos era invulnerable. Había quienes pensaban que una victoria del Eje no perjudicaría sus intereses en demasía. No opinaban así buena parte de los miembros de la Administración Roosevelt. El presidente llevaba tiempo tratando de encontrar la manera de vencer la reticencia del Congreso y el Senado, además de la del pueblo estadounidense, para así poder aplicar todo su poderío militar en contra del fascismo y el nazismo que amenazaban con sumir a Europa en una larga época de tinieblas. Un total de trece buques de guerra y 188 aeronaves fueron destruidas por la acción de los pilotos nipones. Y, lo más importante, 2.403 militares y 68 civiles estadounidenses perecieron a causa del ataque. Roosevelt tenía en su mano la autorización que tanto necesitaba. Su país se cobraría cumplida venganza por un día que pasaría a la "historia de la infamia".

Cuatro días después, en virtud de los acuerdos tejidos, las otras dos potencias que formaban el Eje, Alemania y Berlín, declararon la guerra a Estados Unidos. Miles de soldados estadounidenses serían enviados a luchar en los innumerables campos de batalla repartidos por todo el globo. Muchos morirían en Okinawa, en Guadalcanal, en el atolón de Midway, en las islas Salomón, en las Palaos o en la quizás más icónica de todas las batallas, la de Iwo Jima. Pero también se dejarían la vida en los áridos caminos de Francia y, sobre todo, en sus playas.

Padres de familia que habían dejado atrás a niños que apenas estaban empezando a conocer el mundo que había más allá de las puertas de sus casas, empedernidos solteros que habían conseguido robar un último beso a la chica que conocieron en el baile al que acudieron la noche justo antes de embarcar para librar una contienda de la que ya nunca volverían y jóvenes cuya mirada denotaba el terrible miedo que atenazaba sus huesos se pondrían al servicio de tenientes, capitanes y generales. Por encima de todos ellos, un hombre al que se había asignado una tarea titánica, Dwight D. Eisenhower. El comandante supremo de las fuerzas aliadas era el encargado de planificar y ejecutar la 'operación Overlord', nombre con el que se designaba el desembarco de Normandía. Dos playas, Omaha y Utah, constituían el sector asignado a las tropas estadounidenses. Otras dos, Gold y Sword, eran para los británicos. La quinta, Juno, se la quedarían los canadienses.

Los muchachos de Roosevelt

Lo que ocurrió allí es de sobra conocido. Hitler, el mismo que había conseguido apoderarse de un país tras otro a base de engaños, beneficiándose de la timorata actitud de los gobiernos europeos, resultó engañado. Esperaba el desembarco más al norte, en Calais. Había desoído las advertencias del más sagaz de sus militares, Erwin Rommel, y no había reforzado convenientemente las defensas que habían de contener a los enemigos. Sería el principio de su final. Estadounidenses y británicos, principalmente, obligarían a sus tropas a emprender un cada vez más acelerado repliegue por el Oeste. Los soviéticos harían lo mismo por el Este. Al final quedarían confinadas en Berlín, obligadas a combatir hasta la muerte por un hombre cuyos delirios de grandeza habían dejado el mayor baño de sangre de la historia contemporánea.

Nadie podía prever dicho final el 11 de diciembre de 1941. Fue ese día cuando Hitler y Mussolini llamaron a la puerta de Roosevelt. Desde que el almirante Tojo, brazo ejecutor del emperador Hiro Hito, dio carta blanca al bombardeo de Pearl Harbor, la entrada de Estados Unidos en la guerra era un hecho. Roosevelt se movió rápido. Remitió una carta al Congreso en la que solicitaba autorización para actuar en consecuencia. "Lo por mucho tiempo sabido y por tanto tiempo esperado, ha tenido lugar", apuntaba el texto de FDR. "Las fuerzas que tratan de esclavizar al mundo entero ya se están moviendo contra este hemisferio", proseguía. "Nunca antes ha habido un desafío tan grande contra la vida, la libertad y la civilización. El retraso invita a un peligro mayor", subrayaba, antes de transmitir una resolución tan esperanzadora como firme: "Los rápidos y unidos esfuerzos de todos los pueblos del mundo que están decididos a seguir siendo libres asegurarán la victoria de las fuerzas de la justicia y del derecho del mundo sobre las fuerzas del salvajismo y la barbarie".

El Congreso respondió a sus demandas. El país se unió tras el presidente y se puso al servicio de la causa. Mucho se perdió en el camino. Pero la libertad, tal y como había dicho Roosevelt, resultó victoriosa sobre la barbarie una vez más.