hoja roja

Benjamín de la jungla

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Ya lo sabe. Benjamín Serra tiene dos carreras, un máster, 25 años, limpia baños y tiene, después de todo, suerte de tener un trabajo con que pagarse una habitación en una de las ciudades más caras del mundo. Porque son muchos, muchísimos, los jóvenes con su misma o mayor preparación –lo de la generación más preparada de la historia huele un poco ya, la verdad–, que pasan al sol los lunes, los martes y los restantes días de la semana sin nada en qué pensar más que en encontrar el camino de baldosas amarillas que los conduzca ante el mago de Oz. Benjamín Serra es sólo un nombre, usted conoce muchos más, tal vez hasta comparta apellidos y sonrisa con ellos. El otro día, un Benjamín Serra de los de Cádiz, con dos carreras también, doctor, con varios másteres, con idiomas y eso, me comentaba que en su grupo de amigos –todos igualmente parados y preparados– el número de títulos académicos triplicaba al número de personas. Y lo contaba aún ilusionado con esa oferta de la Universidad Central de Ecuador que pedía 500 profesores universitarios españoles con incorporación inmediata y a la que se han presentado ya más de 5.000 jóvenes desesperados y hartos de buscar trabajo en el país del paro.

La historia de Benjamín Serra ha conmocionado esta semana a una sociedad a la que ya no le queda ni memoria histórica. Porque sólo hay que mirar un poco atrás, a esa fotografía en la que usted aún se reconoce aunque luciera mucho más pelo y muchos menos kilos, ¿se acuerda? Los de nuestra generación, los que nos movemos en la cuarentena arriba o abajo, fuimos las entonces víctimas de una de las crisis económicas más profundas de este país. Tal vez no tan mediática como esta que estamos viviendo, pero igual de cruel o más. A principios de los noventa, mientras parecía que España ataba a los perros con longaniza en la Expo y en las Olimpiadas de Barcelona, los jóvenes universitarios de entonces llevábamos siempre encima la tarjeta del paro. Era lo primero que hacíamos al terminar la carrera en unos años en los que las oposiciones salían con cuentagotas –ríase usted ahora de la tasa de reposición– y la empresa privada era todavía un coto muy privado y de difícil acceso. Yo misma –una Benjamín Serra de la época con premio extraordinario de Licenciatura y eso– tardé tres años en encontrar un puesto de trabajo muy por debajo de mi cualificación académica y durante esos tres años me entretuve los ánimos en los más variopintos quehaceres y dando clases particulares de las asignaturas que más había odiado durante los años de Bachillerato. No. No le voy a contar mi vida porque es demasiado parecida a la suya, ¿verdad? Ni siquiera teníamos la opción de fugar nuestro cerebro porque las fronteras de nuestras expectativas eran demasiado estrechas como para coger la maleta y salir zumbando. A una compañera de promoción la llamaron del INEM para trabajar de cajera en una cadena de juguetes, a otra –que sacó un diez en el examen de oposición a profesor de instituto pero se quedó sin plaza– la contrataron en la librería de unos grandes almacenes. Otro –quizá de los más osados de la clase–, estuvo trabajando en el metro de Londres y no precisamente de conductor o de taquillero. En fin. Nuestra generación fue la que acuñó esa frase tan estúpida de «Estudia lo que te gusta y trabaja en lo que puedas» que repetíamos como mantra balsámico que curara nuestras heridas.

Nada hay nuevo bajo el sol, ni siquiera la tragedia de Benjamín Serra, que no es ni mucho menos la de limpiar baños en Londres. La verdadera tragedia de este joven, y la de la mayor parte de los jóvenes españoles se esconde en una amarga afirmación «yo creía que merecía algo mejor después de tanto esfuerzo en mi vida académica». Esa, esa es la auténtica tragedia. «Yo creía que merecía algo mejor», dice Benjamín, como el niño mimado que se cree con derecho a todo. ¿Y qué te merecías, Benjamín? ¿Que fueran los empresarios a buscarte a casa y te pagaran 3.000 euros desde el primer mes? ¿Que en Londres te hicieran la ola en vez de decirte eso de la ‘plaga’ que tanto te ofende?

Cuesta hacerse adulto, querido. Y a tu generación, criada en la LOGSE y en el estado del bienestar, en el tengo derecho y en la España de los teletubbies, a la que todo se le ha dado hecho, aún le cuesta mucho más. Pero así es la vida. Dura y terrible. Más dura y más terrible cuanto más peso añades a tu equipaje.

No se trata, como dices de «sacar mis títulos universitarios y de máster y ponérselos en la cara a nadie», porque como tus títulos y tus másteres hay cien mil. Se trata de ir rompiendo el cordón umbilical que hasta ahora nos ataba al Estado y de entender que esa burbuja en la que creciste hace mucho que explotó. Y que ya no hay quien te compre otro juguete cuando se te ha roto el que tenías.

Que nos hemos quedado huérfanos de Estado es lo que hay que enseñar a los jóvenes de ahora, se llamen Benjamín Serra, Inmaculada Michinina o Perico el de los Palotes. Que se acabaron las demos y que para jugar a este juego no sólo hace falta conocer las reglas de la jungla. Y lo digo yo, que tengo tres hijos, a los que ni siquiera sé decir a qué estamos jugando.