HOja roja

De dos rombos

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Mis hijos hablan de Desi –un/a transexual o no, con muy mala leche y con la boca de un camionero- con una familiaridad que a veces me espanta. También hablan de los gemelos Montoya –un cani al cuadrado lleno de tatuajes y miarmismo- y de Argi, a la que echaron por hablar más de la cuenta, como si se hubieran criado con ellos. Y no. Todos son concursantes de la última edición de Gran Hermano, programa que –todo hay que decirlo- nunca han visto. Pero da igual. También repiten entre risas el «¡Ay mai!», el «aparcao» y otras lindezas por el estilo, sacadas de una serie de televisión que, por cierto, tampoco han visto nunca. Saben mis hijos que Corina buscaba un príncipe, aunque no llegaron a ver la cara del sapo que se la llevó. No hace falta. El efecto multiplicador de la tele va mucho más allá. Y la vigilancia paterna –esa entelequia a la que se echa la culpa de todo malo que hagan los niños- casi nunca sirve para nada. Mis hijos hablan de Bretón, de Bárcenas, de Montoro, de la jueza Alaya y de Griñán, de la misma manera que hablan de Fineas y Ferb, de Pepa Pig y de Violetta –esa joven odiosa a la que todo le sale bien. Mis hijos, como los suyos, ven la tele. Y ven la tele en un horario prudente, infantil le llaman, el mismo horario en el que los pitidos se suceden uno tras otro solapando palabras malsonantes, el mismo horario en el que se repiten imágenes de programas nocturnos, el mismo horario en el que los telediarios nos recuerdan que, si algún día salimos de Guatemala, será para ir a Guatepeor.

Parece que el Gobierno está trabajando duramente –será esto en lo único que lo hace- para homogeneizar los sistemas de calificación por edades de los productos audiovisuales tanto en cine –la semana pasada dejaron entrar a mi hija de doce años y a nueve amigas más, en una película no recomendada para menores de siete años, en la que había escenas de sexo explícito y un vocabulario de lupanar- , como televisión e Internet. Se trata de una iniciativa que pretende advertir a los usuarios la naturaleza de aquellos contenidos que pudieran resultar no recomendables para ciertas edades, algo que en principio, estaría bien, si no fuera porque inmediatamente han saltado las alarmas de cuantos almacenan en su disco duro las peores escenas de nuestra peor historia reciente. Retrógrado, franquista, alienante, de todo se ha dicho en esta semana en la que han vuelto a salir a flote los dos rombos que durante años –desde 1964 hasta 1992 en Canal Sur- marcaron la frontera entre el bien y el mal. Cuántas cosas de dos rombos vimos a escondidas en aquellos años en los que no existían más canales que los públicos y en los que el mando a distancia era el más chico de la casa.

No me parece mal que el Gobierno se preocupe por lo que ven los niños en la tele, al fin y al cabo, alguna responsabilidad tendrá en eso que se llama ingeniería social. Pero puestos a poner rombos, podrían empezar por ellos mismos. Porque igual de inmoral que la Desi –a la que su padre sigue llamando en los platós Joaquín-, igual de zafio que Amador Mohedano y los tangas de su amiga, me parecen los imputados por los EREs y los imputables por los sobres de Bárcenas, los silencios del presidente y los ruidos del expresidente, los recortes en educación y las privatizaciones sanitarias. Que eso sí que es de dos rombos, pero bien grandes.