opinión

Santa Catalina

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Mi infancia son recuerdos de una calle empedrada que discurría entre dos hileras de casas resplandecientes de cal. El campo, el mágico lugar donde me transfiguraba en algún héroe de película de vaqueros, o donde contemplaba maravillado la fuerza del agua durante los inviernos lluviosos en los torrentes que se abrían a ambos lados de la carretera de entrada al pueblo, marcaba uno de sus límites. El otro, el arco del Cañón, que daba acceso a la Alameda, sólo traspasado en compañía de mi madre, cuando iba de su mano a la plaza de abastos o, bien acicalado, las tardes de domingo feliz entre mis dos progenitores.

Era aquella la calle de El Cristo, la calle donde nací en una casa de vecinos. La calle que dividía en dos el barrio de Santa Catalina, en el extremo sur de Medina Sidonia. La calle querida con sus viejas tiendas de comestibles, una carpintería sin techo, una herrería, un par de tascas, la covacha de un zapatero remendón y hasta una cochera de autobuses. La calle de El Cristo era, como no podía ser de otro modo, el centro de un universo cuya verdadera extensión yo por aquel entonces dichosamente desconocía.

Hoy en día esa calle sólo conserva ya ruinosos jirones de aquel sueño. Hoy la calle de El Cristo, llamada de diferentes maneras según los vaivenes históricos, presenta, como buena parte de ese barrio, el lamentable aspecto de una población sometida a cruel bombardeo. Terrosos solares que se usan como improvisados aparcamientos, agreste vegetación y, sobre los muros que aún permanecen en pie, las cuadrículas de diferente color de alicatado de donde en su momento existió una exigua cocina o un modesto cuarto de baño.

El barrio de Santa Catalina, en contra de lo que pudiera creerse, no ha sido víctima de ninguna guerra. Los implacables azares geológicos estremecieron sus entrañas y resquebrajaron sin piedad los muros de sus casas. Ni recuerdo cuánto hace de aquello, quizás cerca ya de dos décadas. Las autoridades del momento optaron por realojar a las familias afectadas y poner en sus manos desnudas ciertas cantidades de dinero a cambio de su silencio. Vimos pasar después la época de las vacas gordas sin que nadie moviera un dedo por su rehabilitación y, ahora, en pleno estallido de la burbuja, parece ya perdida toda esperanza de devolverle al barrio de Santa Catalina su antigua fisonomía. Esa que todavía llevo en un privilegiado lugar de mi memoria.