los lugares marcados

La pequeña diáspora

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La semana próxima, el miércoles –si hay suerte– o como mucho el jueves, harán las maletas. Unos ilusionados, otros con un punto de resignación o de mansedumbre, prepararán ropa para unos días, revisarán las ruedas del automóvil y el nivel del aceite, y prepararán la ruta. El martes por la noche, quizás el miércoles, volverán a pasear las calles de la ciudad, sorteando los obstáculos, huyendo de los tapones y las muchedumbres, y se tomarán una última cerveza en el bar de siempre, transmutado ahora con carteles de vírgenes y crucificados y con una banda de cornetas inusitada como hilo musical.

Son los que huyen de la Semana Santa. La pequeña diáspora de los que no comparten el fervor por las cofradías y por todo lo que se urde alrededor de ellas. Son los otros, los extraños, en esta ciudad que se prepara meses antes para un espectáculo vistoso (sí, lo admiten) pero incómodo y totalizador: el de las procesiones.

De niña, me recuerdo con mis padres, sentada en un bordillo, comiendo avellanitas y con una bola de cera creciente en la mano. Te colocabas en cualquier calle (nuestro lugar favorito era por entonces el Arroyo) y esperabas a que llegase la comitiva. Si no te gustaba el emplazamiento, caminabas (sí: caminabas por el centro, con toda libertad) para colocarte en otra calle, en otra acera. Entonces aún no me había unido al club de los desertores, ni se me habría pasado por la cabeza.

Ahora, lo confieso, yo también me siento ajena durante una semana, acosada por los palcos y las señales de contramano, expulsada de mi paraíso casero, de esta “ciudad a la medida del hombre”, y me uno a la pequeña diáspora, rogando al dios perdido de mi niñez que, a mi regreso, vuelva a encontrarla tal como era.