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Miradas de fútbol

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Viernes por la noche. Aprovechamos que el tiempo nos da un respiro y salimos a tomar unas tapitas por la zona. Hace tanto frío que parece que el calendario va para atrás Llegamos a un bar pequeñito, de esos con terraza de plástico ganada a la calle. No se está bien fuera, así que pasamos al interior. Con cierto resquemor, porque el bar está lleno.

Comprendemos de inmediato por qué hay tanta gente en la barra y no en las mesitas: están retransmitiendo un partido de fútbol. O sea, sí, el Cádiz. Y la sorpresa, puesto que a ninguno de los que formamos la cuadrilla nos interesa demasiado el fútbol: vamos ganando por cero a uno. Acaba de empezar el segundo tiempo.

No sé si por no buscar otro sitio con la rasca que hace en la calle, o porque el local es acogedor, o porque en el fondo esperamos que el sitio se convierta en un alboroto de sonrisas, decidimos quedarnos. Y yo, porque me conozco y prefiero la conversación, me siento justo debajo del televisor, para no tener que ir mirando la pantalla sin querer. Y para observar el semblante de los parroquianos.

Y lo que veo, durante los cuarenta y cinco minutos que quedan, es un desfile de expresiones que, si fuera fotógrafo o pintor, no dudaría en reflejar en un cuadro. La ilusión contenida en los ojos de los hombres y las muchas mujeres que miran el encuentro, el temor que aflora no vaya a ser que empaten los otros, la desilusión cuando, en efecto, el empate se confirma. Y luego ya es todo un carrusel de expresiones: malestar cuando otro gol más desbarata los sueños, irritación cuando el tercero sentencia el partido, pura ira cuando el cuarto sepulta para siempre lo que queda de la noche. En un momento determinado, todos se vuelven y dejan de prestar atención a la pantalla. Sólo dos chavales siguen mirando, rendidos al cabreo.

El bar se vacía cuando el partido concluye y nos quedamos a solas con la ensaladilla y la carne al toro. Y yo pienso que podrían hacernos felices con tan poco. y ni siquiera hacen eso.