EDITORIALES

Niños desamparados

Los menores haitianos deben tener la oportunidad de una vida digna con los suyos

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La denuncia pública realizada por Unicef del rapto de 15 niños en distintos hospitales de Haití ha servido para dejar patente que había razones para preocuparse desde el mismo momento en que el terremoto condujo a miles de niños a la orfandad y al desamparo más absoluto. El tráfico criminal de bebés y de niños y niñas de las regiones más depauperadas del planeta ha estado presente también en la vida de los haitianos con anterioridad al seísmo. No sólo es de suponer que esos 15 raptos en los centros hospitalarios constituyen una parte de la desalmada codicia que ha podido despertar la tragedia. Como puede resultar hasta tranquilizador concluir que se trata de casos de adopción ilegal, y pensar que los secuestradores o sus clientes no persiguen objetivos más aviesos. Pero tanto las autoridades de Haití como las de la República Dominicana y las instancias internacionales que operan sobre el terreno están obligadas a emplear todos los medios de que dispongan para, antes que nada, impedir que se dé la peor de las hipótesis: un comercio de niños raptados o comprados a abyectos tutores para destinarlos a la extracción de órganos y a la explotación sexual. La responsabilidad de evitar que se incrementen las adopciones tramitadas con una celeridad impropia de tan crucial decisión administrativa para la suerte de los niños y, sobre todo, para atajar cualquier intento de tráfico organizado atañe en gran medida a los gobiernos de los países desarrollados y a los propios ciudadanos que deseen adoptarlos. En este caso, no sólo ha de recordarse que el sujeto del derecho de adopción es el niño con necesidad de sentirse protegido y querido en un hogar para realizarse como persona; y ello muy por encima del comprensible anhelo que pueda sentirse por acoger y educar a una criatura que se convertirá en hijo propio. Además ha de tenerse en cuenta que las sociedades acomodadas no pueden recabar para sí a la población infantil de los países más pobres del planeta, ni siquiera a cuenta de una catástrofe tan brutal como la acaecida, con el argumento de que vivirá mejor en el hemisferio norte. La obligación de los países desarrollados no es ésta, sino la de procurar que esos niños puedan crecer en condiciones de mínima dignidad entre los suyos.