Opinion

Imágenes del horror en Haití

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De nuevo la madrastra Tierra se ha removido entre su sueño y ha provocado la tragedia, el desastre, la calamidad de un pueblo entero. Haití, el país más pobre de América, uno de los más maltratados por la política y la historia, uno de los lugares señalados por el hambre, por el subdesarrollo, ha visto cómo a todas sus desdichas se le une otra aún más incontenible, la del terremoto. El terrible refrán castellano vuelve a reflejar la realidad: «Al perro flaco, todo se le vuelven pulgas».

La televisión nos ofrece, en tiempo presente, las imágenes del horror, escenas que identificamos con ese miedo común a todos los humanos, el del fin del mundo. O del mundo de cada cual, que es lo mismo. Vemos los cuerpos sin vida, los edificios derrumbados, las ruinas ocupando lo que fuera la ciudad, la miseria acomodando aún más su flaco trasero entre los lastimados supervivientes, y nos acongojamos. Podría habernos tocado a nosotros.

No nos ha tocado, pero podría. Y es bueno (aunque «bueno» no es la palabra adecuada en estas circunstancias) que veamos las imágenes, que nos estremezcamos viendo el dolor de estas gentes, que seamos conscientes del alcance de la tragedia.

Es bueno (y vuelvo a sentir que la palabra chirría en este artículo) porque el hombre, por desgracia, necesita constantemente el estímulo visual para compadecerse. De nuevo el refranero español, tan cruel, tan certero, nos lo recuerda: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Miremos, pues, a Haití. Teníamos olvidadas sus fatigas, nadie se acordaba de que hay niños haitianos que comen galletas elaboradas con barro para acallar los ruidos de su hambre. Este terremoto nos ha puesto a los haitianos delante de los ojos, los ha metido en nuestros hogares. Nos toca ayudarlos. Ahora. Ahora.