Opinion

Una tradición familiar

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C omo todos los años desde que guardo memoria, hoy se reunirán casi todas las mujeres de mi familia materna para hacer los pestiños. Es una costumbre que nos hemos empeñado en seguir conservando.

Las Ramos, las que vivimos en Jerez pero también las que residen fuera y tienen que hacer el esfuerzo de trasladarse en estos heladores días de diciembre, nos reunimos una tarde durante las fiestas navideñas para amasar unos kilos de harina con aceite, anís, vino y especias, y elaborar, según la receta heredada de la abuela, los típicos pestiños. Desde temprano, mi madre, tías, hermanas, primas, e incluso alguna niña de la cuarta generación, con delantales de lunares y armadas de botellas de anís, panderetas y almireces, nos metemos en una cocina que se queda pequeña para tanto mujerío y tanta risa. La abuela ya no está, pero intentamos que su espíritu permanezca, recordando anécdotas y cantando las coplas que ella nos enseñó.

Así recuperamos nuestro pasado. Mientras aplastamos la bolita de masa para darle forma canónica de pestiño liado, vamos repasando las historias de la Micaela, del curita rijoso, del segador, del tío Andrés, de los quintos, de la monja forzosa, de la Catalina.

De vez en cuando, una de mis tías se anima y da una patadita de bulería, porque ellas nacieron en la Calle de la Sangre y, aunque ya no vivan en el Barrio de Santiago, les gusta recordar que su infancia transcurrió en el patio donde reinaba Tía Anica la Piriñaca. Cada año nos volvemos a reír de mismas picardías. Cada año intentamos fijar en la memoria algún estribillo que estaba a punto de olvidarse. Cada año somos más conscientes de la importancia de esta última tradición de la familia. Porque somos quienes somos por momentos como ese. Porque nuestra identidad también viene dada por cosas tan simples como un villancico.