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La memoria de Lorca

La inexistencia de la fosa de Alfacar abre una herida más, con la tortuosa certeza de que el poeta no está donde se creía

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La recuperación de la memoria histórica puede devolver la voz a quienes la perdieron asesinados vilmente en la Guerra Civil al pie de una cuneta, de un barranco, de un paraje tan anónimo como el que conllevó su olvido. Pero lo que difícilmente podrá hacer -e, incluso, no debería tratar de hacer- es suplantar esa voz de las víctimas como si fuera un eco tan audible como para pretender reproducirlo, en su exacta singularidad, 70 años más tarde. Podríamos fantasear ahora con qué habría pensado Federico García Lorca ante el penoso desenlace que han tenido los baldíos esfuerzos desplegados en Alfacar para exhumar sus restos y los de aquéllos que se suponía que reposaban junto al poeta. Qué habría pensado de las discrepancias familiares y políticas sobre la apertura de la inexistente fosa común, del trasiego en torno a su muerte elevado sobre la obra, sobre la voz propia, que procuró construirse en vida. Especular con ello constituye un ejercicio inútil y seguramente deshonroso. Pero, al menos, tan injusto y rechazable resulta que la búsqueda de su cuerpo -con el legítimo derecho de parte de los allegados de quienes compartieron aquellos terribles momentos con él a recuperar a sus seres queridos, frente al también legítimo derecho de la familia Lorca a oponerse- se convierta en una dolorosa muestra de frustración y de empecinamiento en nombre de los fusilados.

Federico García Lorca no sufrió una violencia distinta de la que soportaron tantos y tantos otros, equiparados todos en el último instante antes de ser ejecutados. Pero siendo una víctima como las demás, el poeta jamás será considerado como las demás víctimas. Encarna, probablemente, el mito más vívido de la contienda civil, el más perdurable, el más universal. Desde los responsables políticos al juez Garzón en su desmedida causa contra el franquismo, pasando por los partidarios y detractores de la llamada Ley de Memoria Histórica; por los lectores devotos de los versos del autor granadino y los que no lo son; por quienes vivieron la postguerra y la dictadura y las generaciones nuevas; todos podíamos ser conscientes de que la fosa de Alfacar era la menos común de las ocultas durante décadas de silencio. Hasta el punto de que el parque levantado sobre la presunta sepultura se había transformado en el mejor recordatorio de lo que significaron el asesinato del poeta y de los miles de desaparecidos por el fanatismo y el terror gregario inherentes a la guerra. Bajo ese lugar de peregrinaje de la memoria colectiva se ha descubierto ahora que no hay nada. A cambio, se han desenterrado una herida más sobre las cicatrices que aún duelen y la tortuosa certeza de que Lorca no está donde se creía.