Opinion

Aquí fue

En el País Vasco comienza la batalla hermenéutica por la interpretación del pasado y del significado político de las víctimas. De un lado, quienes banalizan los crímenes; de otro, quienes reservan a las víctimas un lugar en el futuro

PROFESOR DE SOCIOLOGÍA DE LA UPV-EHU Actualizado: Guardar
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En el llamado Debate de los historiadores que tuvo lugar en la RFA, la cuestión que se dilucidaba era si el genocidio judío había sido un acontecimiento que dividía abruptamente la historia de Alemania en dos; o si, por el contrario, no era más que otro episodio de la cadena de violencia del siglo XX. Habermas pensaba que el genocidio judío condicionaba la identidad alemana y les impedía identificarse con el conjunto de su historia, por lo que había que embridar el nacionalismo por medio del patriotismo constitucional. El genocidio judío fue un fin en sí mismo. Sin embargo, lo esencial de esa 'matanza administrativa' que tuvo por objetivo eliminar a una categoría de la población fue, como señala Vidal-Naquet, que se trató de «un crimen dentro del crimen mismo». Esto significa que la comisión de los crímenes había que realizarla de tal suerte que no quedaran ni rastros ni testigos; y que la organización burocrática del exterminio diluyera la culpa y la responsabilidad.

Por ello, la figura del 'testigo' era fundamental para traer al presente el pasado que los nazis querían sepultar. Agamben dice que una de las razones para sobrevivir en un 'lager' era convertirse en un testigo. Ahora bien, esto puede interpretarse como que uno, para sobrevivir y dar testimonio de lo ocurrido, estaba dispuesto a sufrir las mayores penalidades; o que uno podía estar dispuesto a todo con tal de sobrevivir. Fue Primo Levi quien acuñó el término 'zona gris' para referirse a la ruindad moral de aquellas personas que los nazis habían logrado convertir en cómplices de sus asesinatos.

Agamben considera que el testimonio dictado por la supervivencia no era de fiar, pues cabe que estuvieran más interesados en la justificación de su comportamiento que en la verdad de los hechos. El único que podía ofrecer un testimonio fiable era el 'musulmán', llamado así por la postura encorvada que a modo de oración adoptaban miles de habitantes de los campos. 'Musulmán' era el que había alcanzado el máximo grado de deterioro físico y psicológico. Sin embargo, la paradoja es que si bien el 'musulmán' era el único que había apurado la experiencia del campo, se trataba de un muerto en vida que había perdido la palabra y no podía testificar. Por tanto, existen dos tipos de testigo: el 'musulmán', el no-hombre que ha tocado fondo, el hundido al que se le ha borrado la palabra; y el superviviente que ha descendido a los infiernos y conoce los límites de su testimonio.

En lo que respecta al mensaje del testigo existen dos tipos de política: la amnésica, que lo oculta y olvida, y la anamnética, que rescata la memoria y trata de poner al descubierto que detrás de todo crimen hay una injusticia. Porque como dice Reyes Mate en su excelente 'Memoria de Auschwitz': «No se trata de recordar para que no se repita, se trata de responder de la injusticia causada (.) Si resulta que sólo recordamos para que la historia no se repita, estaríamos como sacando el último jugo a los muertos en beneficio de los vivos. Bajo el señuelo de una reflexión responsable lo único que se oculta es nuestra propia supervivencia». Este 'recordar para que la historia no se repita' es el que subyace en la figura de la amnistía, pues identifica la paz con 'dejar de matar' sin hacer a los muertos justicia. La paradoja de la amnistía es que proclama el respeto a la vida de los vivos e ignora la vida -alegrías, penas, esperanzas- frustrada de los muertos. La amnistía cancela el pasado y no repara la injusticia. Hacer justicia es trasladar la voz del testigo al oyente, es lo que Primo Levi en 'Si esto es un hombre' les decía a sus lectores: «Los jueces sois vosotros».

En el País Vasco comienza ahora la batalla hermenéutica de interpretación del pasado y del significado político de las víctimas. De un lado se encuentran los que banalizan los crímenes, sea envolviendo a las víctimas en un manto de silencio o despreciándolas cual florecillas aplastadas por la marcha de construcción nacional. Enfrente, los que interpretan las maniobras silenciadoras como la prueba de que el enemigo anda suelto y sigue con su amenaza. La batalla se dirime entre los que borran el significado político de las víctimas, separando cuidadosamente los asesinatos del pasado de la política futura; y quienes creen que hay que traer el pasado al presente y proyectarlo sobre el futuro, porque dar la espalda a las víctimas, como dice Reyes Mate, «lleva a la repetición del crimen, pues el criminal sabe que en ese futuro él siempre tendrá un lugar asegurado. Basta con que deje de matar».

Después de Auschwitz Habermas proponía el patriotismo constitucional como modo de embridar el nacionalismo en Alemania. En el País Vasco, después de varias décadas de terrorismo, ningún proyecto político debería contener ninguno de los impulsos por los que más de ochocientas personas han sido asesinadas. Es lo que propone Joseba Arregi cuando señala que «la memoria de las víctimas ha de estar presente en el nuevo marco jurídico-político que defina la realidad de Euskadi (.) y ese documento político no puede llevar ninguna referencia ni a la autodeterminación ni a la territorialidad». El estremecedor film 'Soah' de Claude Lazmann comienza con las palabras de Simon Srebnik cuando, al cabo de cuarenta años, regresa al antiguo campo de exterminio: «Sí, éste es el lugar». «Aquí fue». En Chelmno, sin rastro ya de las instalaciones de exterminio, cubierto el campo por hierba fresca y bajo el gorjeo de los gorriones roto a veces por el graznido de la corneja, sólo Simon veía lo que nadie más podía ver. El proceso de reconciliación comienza cuando la mirada de la víctima tiene un lugar reservado en el futuro y cuando el criminal avergonzado reconoce su injusticia.