COMPLEMENTO CIRCUNSTANCIAL

La Plaza

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Una vez me perdí en la plaza, que era como entonces se llamaba el mercado. Era la fiesta de los Tosantos y entre el barullo preferí seguir a la banda de música que pasear de la mano de mi madre por los puestos de pollos que se levantaban la falda y de verduras disfrazadas. Posiblemente no tardé mucho en aparecer, tampoco mis padres -tal vez por la reincidencia- se preocuparon demasiado, porque en la plaza todo el mundo se conocía y tarde o temprano alguien se daría cuenta de que una niña de apenas tres años andaba por allí dando vueltas detrás de una señorita con un ramo de flores y me devolvería sana y salva. Pero desde entonces, quizá en el imaginario colectivo que dice Rilke y que todos almacenamos en la memoria siempre anduve perdida en la plaza. No encontraba los puestos, nunca supe dónde había comprado el pescado, no sabía por qué puerta había que salir, no recordaba el sitio exacto del carnicero. Siempre perdida.

El lunes, en la jornada de puertas abiertas, todo el mundo andaba perdido en el mercado, que es como ahora llamamos a la plaza. De la mano de la expectación, daban vueltas, como intentando reconocer en el nuevo edificio algo que les devolviera a las mañanas de los sábados. El lunes -que nunca fue buen día para las compras-, la plaza estaba llena, pero sólo era un esqueleto sin vida, un «sic transit gloria mundi» que apenas conservaba los olores ni los colores de antes. Es bonita. Y moderna. Y parece práctica. Y limpia. Pero no es la plaza. Es el mercado.

Quizá en eso consiste el progreso. En perderse en los lugares cotidianos con la seguridad de que no son los sitios los que cambian, sino nosotros. Quizá cuando un niño se extravíe en el mercado, volverá la vida a la plaza. Mientras, vayan haciéndose a la idea.