LO QUE YO LE DIGA

Anatomía del conformismo

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Hay quejas tan inútiles como estériles. Éstas son las más comunes. Se han extendido como una peste por el espacio radioeléctrico. Transistores y televisiones de nuevo cuño compiten con excelsos tertulianos que ponen puntos sobre las íes con precisión clínica. Son los quejadores profesionales -el quejica es un espécimen distinto, aunque no menos molesto-. Nada temen los poderosos ante sus diatribas, ataques e invectivas. A nadie matan los parloteos. Que digan mientras no hagan, murmuran -como la copla de la París- desde sus despachos acristalados con moqueta de terciopelo y trono de trueno. Son también las tertulias de café y sobremesa el cuerpo nuevo de un monstruo antiguo. El conformismo disfrazado de contestación.

Cada nueva generación occidental vive mejor que su predecesora. Acunada entre mullidos colchones, no repara en lo mucho que queda por hacer. Uno ya tiene bastante con lo suyo, con conseguir salir adelante. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago, citan con autosuficiencia. ¿Es todo lo que se puede hacer? ¿Dónde está aquel sueño adolescente con el que queríamos cambiar el mundo? Quemar raíces podridas y levantar nuevos cimientos. Todo se lo llevó la vida. Esa ola enorme, inasible, que empuja de una orilla a otra. La misma que esputa la simiente del conformismo en las entrañas de los hombres y mujeres. Los tiempos cambian. Y no lo advertimos porque estamos ocupados escuchando la canción que nos cuenta que Los tiempos están cambiando. Esta España rencorosa en la que ninguna buena acción queda impune también mejora. Porque la de hoy es mejor que la de ayer. Esperemos que también peor que la de mañana. Un día un nieto me preguntará qué hice yo. ¿Qué contestaré?