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Vista de la Alameda detrás de las orejas del prócer

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Cuando alguien se acercaba a la Alameda Apodaca desde la calzada podría apreciar un curioso juego visual, en el que a veces se confundían las cabezas de los ciudadanos sentados en los bancos con los bustos colocados en los arriates, entre los árboles. Era una sencilla y amable estampa que se atisbaba por el rabillo del ojo mientras se disfrutaba de un lugar mágico, un jardín privilegiado, el mejor del mundo en su género, leí una vez en un antiguo callejero, porque une a la belleza de los espacios de estilo sevillano, a los que emula, la balaustrada que asoma al mar y el paisaje de la Bahía como telón de fondo, que ningún otro de su clase posee. A pesar de que haya épocas mejores y peores en la conservación del pavimento, aunque sea allí más evidente la escasa ambición de la jardinería gaditana, si es que tal desempeño existe aún, el tópico sigue valiendo. Ramón Powell, el marino Grau, aguardan modestos entre el follaje, como viejos vecinos, que alguien se detenga a averiguar quiénes son y, sobre todo, no molestan.

Nada de eso queda ya. El jueves desapareció. Ahora, entre las hojas ha surgido un busto de la especie Rapa Nui, por el tamaño, de un bronce rojo bruñido, que chirría como la más desagradable bisagra en ese entorno tan armónico, tan delicado, ese lugar que guarda la memoria de las correrías de generaciones de niños gaditanos, los paseos de petimetres y damiselas, los noviazgos más clásicos, las fotos de los recién casados, los atardeceres de pesca de caña...

Los habituales de la Alameda lo miran y no se lo creen. El busto que el Ayuntamiento ha dedicado a Juan Pablo Duarte, el vejeriego que fundó la República Dominicana, es un código rojo en toda regla, entre la multitud de alertas que se han disparado entre quienes ya tenemos los nervios de punta por las constantes agresiones que sufre el espacio público de nuestra ciudad. Lamento que el muy respetable prócer haya tenido tan mala suerte con su escultor, dominicano y desconocido. Quizá el Ayuntamiento se haya visto ante los hechos consumados, porque la pieza, qué buena palabra en este caso, llegó por avión pocos días antes, con la delegación del país, pero los hechos son los hechos, y el busto está ahí plantado, en plena Alameda gaditana, para siempre. De modo que o ponemos el grito esteticista en el cielo o con el bicentenario por delante, esto puede convertirse en un parque temático de los horrores.

A los gaditas irredentos como yo nos duele como un golpe en la mandíbula tanto atentado contra la estética de nuestra ciudad. Puede parecer snob, o chauvinista, o lo que sea, pero no hay que resignarse, otra vez, la enésima vez, porque no estamos ante un tema menor. Se trata de la ciudad que recibimos y la que legamos a nuestros hijos, una herencia común, un patrimonio, de una ciudad que se preció de ser la antipalurda, como la llamó Marañón, quién lo diría ahora; que admiró Lord Byron y elogió Juan Ramón al verla reflejada en el puño de su bastón de plata, cuando bajó del barco que le traía de América.

Con ser importante la memoria y la estética hay que considerar también que Cádiz debe cimentar su futuro en su singularidad, para rentabilizarla. Su tamaño es tan pequeño que cualquier actuación debe considerarse como de microcirugía. Es preciso ser extremadamente delicado al elegir el mobiliario urbano, al decidir qué se pone en cada sitio, sobre todo si son lugares estratégicos del paisaje.

Nada de esto está pasando. El caso más clamoroso es el pájaro jaula de Puerta Tierra, fallido intento de escultura urbana moderna, ni el candado, ni tantas otras glorias kitsch, que tantas veces rozan el ridículo... Y el terrible presentimiento de que detrás de este deterioro de la estética, la ética está también aviada.

lgonzalez@lavozdigital.es