el maestro liendre

De repente, el último verano

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Es difícil saber si Cádiz va a la cola en cada parámetro social y económico que se utilice o, como si fuera la conga de una boda, ha cerrado el círculo y se ha puesto a la cabeza de la sabiduría nacional para afrontar el nuevo orden mundial.

Las pesquisas para distinguir si es vanguardia o furgón de cola resultan más difíciles cuando llega el verano. La estación que empieza hoy para el resto del hemisferio (y que en esta costa se extiende seis meses) impone el carpe diem a los lugareños, obedientes como pocos pueblos de la tierra porque lo traían en el código genético y lo repasaron con un Cuaderno Rubio, nada más entrar en el colegio. Es decir, poco antes de dejarlo.

Ahora, con la que dicen que está cayendo, el resto de los vecinos de la Península, los que están al otro lado del puente, se apuntan a un verano liberador y empeñan sus últimos ahorros en un viaje a la playa. Pobrecitos ellos. Buscando perras en los bolsillos de los vaqueros colgados en el ropero. En esta tierra, no hace falta financiación. Ese recurso eterno y omnipresente siempre fue barato. El viaje nunca supera el kilómetro de trayecto.

Para lugareños y foráneos, sin distingos, llega el mayor respiro de la historia universal. Si la depresión que vivimos es la mayor desde 1929, el corte de mangas que le haremos al despertador, al ordenador y al jefe será como si tuviéramos el brazo de El Increíble Hulk.

Nunca han apetecido tanto los 30 días de arrascamiento de barriga como tras este ejercicio de miedo, sostenido en do menor, durante once meses. Lo peor está por venir. Esto es lo peor. Eres lo peor. Que viene lo peor. Está pasando lo peor. Lo peor de lo peor. Tremenda pesadez.

O te vas a la calle, o te quedan dos telediarios, o vives contando hacia atrás los meses de prestación por desempleo. Mejor no pensar en el más allá... de la paga del paro, de septiembre, de la orilla, ni del chiringuito.

Los pobres españoles, que ahora son más que el verano pasado, planean ahogar sus temores en la playa y han conseguido que la publicidad de los viajes ocupe más espacio que la información en todos los periódicos y emisoras.

Nunca hubo tantas ganas de salir disparado hacia la orilla. Aquí no tenemos problemas. Ni hay que hacer cola en la gasolinera ni entretener a los niños cuando se ponen insoportables en el coche. Podemos ir despacito y escuchando música. Corremos menos porque la distancia es muy pequeña. El que más, el que menos, tiene la playa a una distancia que se puede contar en metros.

Una de las cosas buenas que tiene el verano es que nos iguala, como la Logse, por debajo. En bañador, todos parecemos hijos del mismo dios. Ni corbatas, ni carteras, así que da igual que contenga una American Express o una cartilla del paro. Incluso la gente que aparece en la página del hermano de El Batidora parece perfectamente normal en traje de baño. Si nadie les llama por su diminutivo, es difícil detectarles y tienen la ocasión de camuflarse entre la humanidad sin mayor sospecha. Gran virtud democrática del bronceador y la toalla ésa de volvernos a todos iguales justo cuando más falta hace.

La playa es gratis, contiene la felicidad para los más jóvenes y su recuerdo para los que lo fueron (en forma de aquel partido sin final, de aquella tertulia cuando anochecía). Acepta a todo el mundo. Los que hemos crecido en ella aprendimos pronto que, cuanto menos se tiene, más se disfruta. Nunca sentó mejor la arena que cuando sólo necesitábamos para pisarla una toalla en el hombro y un vespino (sin casco, que por entonces no se llevaba).

Después, cada cacharro que se fue añadiendo restó una porción de placer. A más grande la bolsa, a más sombrillas, sillas y fiambreras, menos satisfacción. La playa es un estilo de vida o una metáfora de su fin, que ya descubrió Serrat. Todo te sobra. Lo primero, el móvil. Lo segundo, el trabajo.

En Cádiz, durante el pequeño resto de año que no es verano, ya es realmente difícil distinguir por su actitud al desempleado, al estudiante, al que aún trabaja y al funcionario. Tenemos la grandeza ética y la honestidad social de comportarnos igual, sin hacer injustos distingos, en la empresa privada y en la pública, en la formación y en la profesión.

Puede ser entendido como un defecto pero a la vista de lo visto durante los últimos doce meses en el resto de España, se puede interpretar como una exhibición de genialidad colectiva, como un ajuste de cuentas por adelantado y con carácter retroactivo. Ya se ha visto a dónde se llega con el esfuerzo y el trabajo.

También hemos contemplado cuál es la recompensa a la avaricia, la corrupción (más extendida que en la mitad del tercer mundo, no nos engañemos), el peloteo y la especulación. En ambos casos, el que nace lechón, muere cochino.

Así que, para lo que va a cambiar el empeño, nos vamos a la playa. Nos íbamos a ir igual. Siempre hemos ido. Pero, este año, con más razones. Allí vamos a estar, desconectados, por lo menos un mes. En el único lugar que da sentido, preferencia y fuerza a esta ciudad. Los más ‘dichosos’ (niños, jóvenes, algunas amas de casa, desempleados, prejubilados, jubilados y pensionistas... o sea el 70% de la población local) podrán disfrutar incluso de esos cien días casi consecutivos que la población activa (es un decir técnico) lugareña echa de menos durante toda su vida laboral.

Este año, todavía, igual nos llega entre los pocos sueldos que quedan, las pagas del paro que aún siguen vigentes y los picotazos que demos, para los tres o cuatro complementos baratos que hacen falta. Café, caña, tapa, helado, escuchar un concierto desde lejos, lotería, periódico... todo cuesta tres perras gordas.

Lo que tiene más valor, lo tenemos de serie y no habrá situación económica que nos lo quite. Igual no hay ni trabajo al que volver tras las vacaciones. Razón de más para tener razón. Son cuatro días y dos hace Levante. Si tiene que acabarse el mundo, si hay que hacer obras, preparar el Doce o sufrir por la plaza de Sevilla, Canalejas, el castillo de San Sebastián o Santa Bárbara, que sea antes de julio. O después de agosto.