CÁDIZ

Con todos los gustos pagados

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Entre los muchos términos que se han gastado y deformado por el exceso de uso vano en los últimos años la palabra «demagogia» ocupa un lugar preferente. Según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, tiene dos acepciones. La primera dice que es la «práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular». La segunda define que es la «degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder».

Sin embargo, en nuestros debates de casa, oficina y taberna, en el léxico coloquial, se ha prostituido. Transformada en adjetivo, la demagogia sirve ahora para descalificar cualquier argumento que sea compartido por muchos. Si una idea es adoptada por la mayoría, nunca faltará quién aparezca con la dichosa palabrita («pura demagogia») aunque su sentido real sea otro.

Uno de los debates condenados de nacimiento a recibir esta calificación mal usada es el de la retribución de los responsables institucionales. Resulta sencillo despreciar que los representantes políticos en las administraciones ganen grandes sueldos y obtengan servicios (o lujos) de forma gratuita. A nueve de cada diez mortales le están vedados estos bienes, así que lograr un envidioso quorum para mentarles a la madre resulta de lo más simple.

Ningún ciudadano en sus cabales quiere delegar en dirigentes mal pagados. Supondría un aliciente para que el porcentaje de mediocres fuera aún mayor y la tentación de la corrupción resultase irresistible. Si ya vemos que encarcelan a dos alcaldes por semana y cómo imputan a tres diputados (nacionales o autonómicos) al mes, los números serían para echarse a temblar si cobrasen la mitad que ahora.

Pero en los últimos días, esta temática, que siempre camina por el fino hilo de lo escandaloso, ha conocido una vertiente nueva, menos manida: la de los gastos pagados. El escándalo periodístico en Inglaterra ha destapado lo que todos sabíamos hace tiempo, lo que es indecente haya o no crisis, lo que resulta intolerable tanto si las vacas están gordas como si padecen anorexia: que algunos representantes públicos tienen, además de su sueldo, carta blanca para gastar dinero público (o ajeno) en sandeces que serían respetables desembolsos sólo si fueran pagados con recursos propios.

Esta resurrección de la función social del periodismo ha permitido saber que algunas señorías cargaban al erario público facturas por muebles para su tercera residencia (también gratuita), jardineros especializados, películas porno y limpiadores de piscinas.

Afortunadamente para la salud democrática de la Pérfida Albión, se han sucedido las dimisiones. En España, en esta provincia o en cualquier otra, el caso habría quedado amputado por las justificaciones partidistas, por la autocensura de unos medios demasiado dependientes de la publicidad municipal, autonómica o gubernamental, por unos periodistas más en peligro que nunca y por un tópico que calificaría la petición de responsabilidades como «demagógica».

Pero resulta que, afortunadamente, en algún lugar de la artrítica Europa aún conservan respeto por una de esas ideas básicas que han quedado en desuso durante los años de bonanza: Eso no se hace y, si lo haces, lo pagas (en todos los sentidos). El que quiera pensar que es un asunto lejano, británico, y que no le rodea cuando camina por Columela, puede seguir en su engaño tanto tiempo como desee, pero si algo ha sido globalizado durante los últimos lustros de conexión mundial ha sido la poca vergüenza, tan común en Trafalgar Square como en el callejón de Churruca.

Una vez, nos enteramos de que un responsable de Zona Franca se compraba dos billetes cada vez que viajaba solo. Para no sufrir la molestia de tener a nadie cerca. Total, no pagaba él. Igual conviene volver a mirar a ver si alguien ha decidido cometer una sandez similar a costa nuestra. Sólo por mirar, digo.

Si nos inhibimos, un día podemos ver, a la italiana manera, un camión militar lleno de titis turgentes camino de la fiesta del presidente, el concejal o el senador, o lo que sea que cobre gracias a un porcentaje de la nómina de todos. Antes de que eso suceda conviene discutir mucho y aclarar (más todavía) si un presidente debe utilizar un avión militar para ir a un mitin. O si un presidente autonómico debe aceptar regalos violando la sacra norma que instauró la mujer del César.

No es que ahora sea buen momento para hacerlo, es que no hay ninguno malo para preguntar qué hacen con nuestro dinero.

Sentado el consenso de que estén bien pagados, de que se cubran necesidades de seguridad y transporte, con el sentido común como norma, todo lo demás hay que dejarlo bien clarito. ¿Qué cobra cada cuál? ¿qué hace? ¿quién es ese asesor? ¿de qué son estas facturas que ha pasado?

Esas preguntas no son agresiones. Forman parte de un derecho de los que aportan los fondos necesarios para pagar sueldos, aviones, coches, viviendas, teléfonos y, a los hechos hay que remitirse, algunos vicios.

Pero estos sucesos no son exclusivos de los representantes políticos. Los dirigentes públicos -conviene recordarlo cada poco- han salido de entre nosotros y se nos parecen mucho. Son clavaditos. De hecho, la deleznable práctica de convertir legítimos, convenientes y pactados gastos pagados en la manga ancha (o sea, mangazo) se extendió como una mancha entre el empresariado español en la primera mitad de década.

Ese hábito transversal se traduce en que las cuentas de demasiadas empresas (que implican muchas vidas pero son manipulables por unas pocas manos) sirven demasiadas veces para costearles el leasing, el alquiler del piso, el despacho inutilizado en la zona cara, los almuerzos, los puros, la compañía y el cognac fino a los únicos empleados que podrían pagárselo.

Los beneficiarios de estas prebendas y privilegios son los que regatean sueldos de 800 euros en defensa de las arcas de la compañía. Si derrochan es porque es imprescindible para poder incrementar la cuenta de resultados. Si fracasan, pues sacan las cartas de despido como el que abre una baraja nueva. Así, cada vez que se descuadra un balance y los beneficios bajan unas décimas.

Tantos años de formación (?) para que sólo sepan encontrar una solución: 333 a la calle. Quizás, tenemos el doble de paro que cualquier otro país de la Unión Europea porque tenemos la peor clase política, el peor empresariado, los trabajadores con peor formación media y el mayor nivel de fracaso escolar del continente. Buena mezcla.

Pero ¿quiénes somos nosotros para decir en qué gastan nuestros jefes y nuestros representantes?

Ni que nos afectara su derroche.

Podemos ahorrarnos todas estas sospechas con una sola palabra. «Todo esto es pura demagogia». «Populismo barato». «No generalicemos». Podemos usar varios lugares comunes más para evitarnos deducir si es cierto, si podemos cambiar algo, si podemos pedir cuentas como en Londres y Nueva York.

También podemos esperar a que baje la marea (que ya parece que empieza a menguar el insoportable número de parados) para que todo siga igual, para dejarles disfrutar por cuenta ajena hasta que llegue la próxima crisis, para confirmar que no había motivos para que les quitaran la Visa, ni los gastos de representación.