CÁDIZ

Las empresas Terraventuras y Oceanosurfaris navegan por el Caribe y el Índico con acento gaditano

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L as mansas aguas del Atlántico gaditano se tornan más virulentas en alta mar. La fuerza de sus olas, el clima tropical y las playas paradisíacas arriban en las orillas de Puerto Viejo, en Costa Rica, donde un gaditano, que ha cambiado la Caleta por esta nueva estampa recuerda, tabla en ristre, su juventud.

A Bruno lo vio nacer una casa de la esquina de Sacramento con Sagasta y las plazas de Mina y San Antonio fueron testigos de sus primeras patadas a un balón. Allí comenzaba la aventura. «Ahora vivo en el Caribe, rodeado de palmeras, olas, biquinis y discotecas en la playa, nada más que falta el cruzado Don Romualdo con la nevera, la tortilla y el transistor», bromea para sí.

Pero ya han pasado 14 años desde que abandonara su Cádiz natal, cuando un amigo de la infancia apodado el Poty le dijo: «Quillo, ¿tú que haces?», «nada», contestó. «Pues vente para Costa Rica», le dijo aquel. Y se quedó. Andrés Crespo, el Poty, le dejó en el país iberoamericano para seguir su travesía vital y profesional en Egipto, primero, las Maldivas después. Les unía y ata el gusto por la adrenalina, la aventura y, sobre todo, la práctica del surf. Andrés montaba olas en Cortadura hace 20 años, en Santa María del Mar y la zona de las Pérgolas. Cuando tuvo su primera moto, la costa de Conil o El Palmar fueron escenarios de sus cabalgadas, entonces incomprendido.

«Mi primera tabla fue una Ocean Magic, que era como la puerta de una casa. Por aquellos años muy poca gente en Cádiz hacía surf y por eso nos decían que estábamos locos», comenta el empresario (Oceano surfaris), que en la actualidad ultima el arreglo de un barco para dar servicio a los amantes de la aventura. El suyo es el caso de una afición convertida en profesión, a pesar de que cuando era joven este hobby estaba marginado. «Ahora se han dado cuenta de que es un deporte muy sano», se alegra.

Quizá por eso, y por las malas experiencias que ha tenido que sortear hasta llegar al Océano Índico, Andrés sueña con volver a su tierra. «Egipto -donde compró el barco- es un país de piratas y ladrones, son unos corruptos», lamenta hastiado. Le queda el consuelo de los recuerdos y la esperanza de un futuro con su mujer y su hijo en el «tranquilo Cádiz». Los primeros destellan por doquier en la mente del costaricense de adopción, Bruno, compañero de juventud de Andrés.

«Estudiamos en San Felipe. En mi clase tuve a personajes conocidos como Alberto Serrano o Fernando Casas», se le viene a la cabeza. Aquellos «memorables» botellones en la plaza de Argüelles, las cinco ventanas, o los «changüis del Saray, los finitos de Chiclana en el Nicanor o el vino, pan y chorizo por 25 pesetas en la peña taurina El Gatica», .

«A mí se me caen los lagrimones cada vez que me acuerdo lo bien que se está, la gracia de allí. A todos nos tira la tierra, pero al gaditano más», destaca Andrés desde las Maldivas.

Pero Bruno, a pesar de la añoranza, ha consolidado una cómoda vida en Puerto Viejo, un pueblo «rastafari-surfero» de 3.000 habitantes. Hace ya 11 años que conoció a su esposa, que le ha dado cuatro hijos: Sheyka de 11 años; Ian de 8, Lara de 3 y «en honor a la ciudad más grande que parió madre» le puso a su tercer hijo, de 6 años, Kai.

«Gracias a mi mujer, además, hemos conseguido llegar donde estamos ahora, líderes en turismo en todo el Caribe de Costa Rica», dice orgulloso. Terraventuras, como su nombre indica, es una empresa dedicada al turismo de aventura. Actividades como la tirolina, barranquismo, safaris en quads por la junglas, excursiones de día completo en los bosques, dan empleo a 14 personas. Para no aburrirse. Igual que en sus años de adolescente, «cuando nos daban las de Villadiego todas las mañanas en el Comix, uno de los bares más memorables de los 80 en Cádiz».

Tampoco perdía el tiempo Andrés, que dice dejó los estudios de Bachillerato para trabajar, ganar dinero y dedicarse a su pasión, la aventura. «Con 18 años ya era bastante autosuficiente. No he conocido otra universidad que la de la calle, que me ha enseñado mucho, sobre todo, a que no me engañen», subraya nostálgico. Y es que Andrés no ha parado desde que se fuera con 20 años para Costa Rica, cuando poca gente cogía aviones y se atrevía a cruzar el Atlántico. «Yo era considerado el loco del pueblo entonces. Me decían que me iban a robar o matar en Centroamérica, pero yo siempre he sido muy independiente».

Estos días el surfero ha recibido la visita de su mujer, Anita, una italiana a la que conoció en Cádiz hace años. Con ella se fue para el país caribeño y con ella y un bebé en camino volvió a su ciudad en 1997. «Tras cinco años fuera me di cuenta de cómo había cambiado Cádiz. La plaza del Ayuntamiento, el barrio del Pópulo, la calle Plocia que antes era de mala reputación, todo estaba transformado», comenta Andrés Crespo, que ha presumido de gaditanía allá por donde ha vivido, ya sea en busca de un trabajo o lanzado tras aguas más bravas.

El futuro

En uno de los atolones de las miles de islas -traducción de Maldivas-, Andrés comprueba las diferencias entre la cultura europea y asiática, que va más allá de que en Cádiz sople el levante y allí predomine el clima monzónico. «La gente aquí no está preparada. Para arreglar el barco estoy teniendo muchas dificultades. Tengo gente de Bangladesh y Sri Lanka que no saben hacer mucho, aunque su mano de obra es mucho más barata», dice resignado el empresario, que está viviendo una odisea mucho más arriesgada que el atreverse con las olas del Índico.

Mientras, Bruno recuerda con cariño a otros personajes que ya no le acompañan en su aventura centroamericana. «La Uchi, Carlos el legionario, la Petróleo y en especial a uno que no me recuerdo el nombre pero que tenía una apoplejía y el brazo lo llevaba doblado hacia el hombro y la mano torcida, el hombre usaba la mano mala para engancharse un transistor y me despertaba todas las noches cantando por la Pantoja a todo pulmón en la esquina de mi casa», le cuenta a sus hijos.

Andrés, al suyo, le enseñó a surfear cuando tenía tres o cuatro añitos y, cuenta, ya se defiende a la perfección. Este verano pasará una larga temporada con su padre en las Maldivas, aunque ya esté pensando en la vuelta. «Costa Rica -donde montó inicialmente su negocio de surf- sí era un país encantador», sentencia.

En la playa de Coples o en Salsa Brava, allí en Puerto Viejo, empezó a practicar de verdad a pasear por las ondas del mar. Hasta allí se llevó a Bruno y lo inició en este deporte. Ahora, los dos amigos, separados por miles de kilómetros, mantienen una estrecha relación vía internet.

En cada conversación hay una referencia al pescaíto frito, a aquellos changüis del Saray y los partidos de fútbol en San Antonio. Eso sí que era una dulce aventura.

«Ya son varios los gaditanos que pasaron por aquí, y por hache o por be ya sabían que yo vivía aquí y siempre pasan a visitar al gaditano, un saludo para todos ellos», se despide Bruno. A lo mejor, dentro de poco, vuelve a pegar patadas en la plaza con el Poty y por mucho que haya cambiado su ciudad, las aguas que la bañan seguirán reposadas pero dispuestas a ser surcadas por una tabla.