lo que yo le diga

Te recuerdo, Víctor Jara

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Un tal José Paredes. Así parece que se llama uno de los soldados que ejecutaron al cantante chileno Víctor Jara días después del golpe de estado promovida por el general Augusto Pinochet en el país del contracinemascope. Era un soldadito chileno. Hacía el servicio militar. «Yo sólo era un pelao nomás», dicen que ha dicho tras ser detenido hace unos días, no era ni chicha ni limoná. A un estadio se llevaron a Jara, con miles de presos más. Allí lo mataron. Antes le destrozaron las manos, no fuera a ser que terminara por salir vivo de aquel embrollo y al hombre le diera por seguir tocando la guitarra y cantando. Ya se sabe, tierra quemada para la retaguardia.

Pero les salieron mal los casi 50 tiros con los que lo acribillaron. Lo mataron. Pero siguió vivo. Los viajes en coche de mi infancia resuenan a viajes a Cochabamba, pero sin pisar Bolivia, ratatá tatá; a Cuba, donde Jara decía que se bebía ron, pero sin cocacola; a descripciones de casitas de barrio alto donde vivían las familias más pudientes, con hijos todos rubiecitos, y sobre las que insinuaba crímenes atroces. Con aquellas canciones que sonaban durante lo que duraba el trayecto del pueblo a la capital, aprendía que el vivir en paz era un derecho y que había lugares en el mundo que se llamaban Indochina y Vietnam; que un cura llamado Camilo Torres murió para vivir; o que con un martillo, una campana y una canción se alcanzaban hermosos ideales. No envejece bien la música con tintes políticos. Los tiempos cambian y acaba por perder el sentido. La democracia española ya tiene 30 años. Pero en otros sitios los tiempos aún aguardan para cambiar. La vida es eterna en cinco minutos.