TRES MIL AÑOS Y UN DÍA

La otra película de África

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

A partir de noviembre de 1988, Tarifa asistió a un siniestro largometraje, una película gore con cadáveres de verdad que siempre fueron mucho más que simples números en la macabra lista de seres humanos muertos en uno de los mayores cementerios marinos del mundo, el Estrecho de Gibraltar, tan sólo superado tal vez por las aguas del Atlántico rumbo a Canarias, por las de Filipinas en el mar de las Visayas y por ese Caribe fugitivo de los balseros. Así que, de entrada, siempre tuvo mucho de simbólico el Festival de Cine Africano de Tarifa, que fue clausurado ayer sábado con la entrega de los griots, los premios que son identificados con esa palabra del dialecto wolof de Senegal que identifica a los rapsodas y cantores ambulantes, en un mundo que todavía no se deja vencer por la realidad virtual y la palabra digital sigue relacionándose estrictamente con aquello que se pueda hacer con los dedos.

Tarifa, tan sólo a 11 millas de la costa africana, viene sirviendo desde comienzos de este siglo para que el continente vecino y sus habitantes dejen de ser invisibles. Esto es, dejen de ser estereotipos, platos de segunda mesa en la cultura occidental. Desde que la contumaz Mane Cisneros pusiera en marcha esta iniciativa, a través de las proyecciones que se han llevado a cabo en este festival, hemos adquirido conciencia de la importancia del cine Egipcio, o, en esta última edición, sendas aproximaciones al cine de Mozambique o del Océano Indico. Más de ochocientos filmes han pasado ya por las diferentes ediciones del festival. Sus argumentos, sus fotogramas, sus interpretaciones, le han puesto nombre y apellidos, pero sobre todo historias personales, a los cuerpos sin vida que, a pesar de que hayan cambiado las rutas de la inmigración clandestina, el Estrecho sigue arrojando a las arenas de Cádiz, en esa diáspora de los sueños rotos que suele llevar desde Tarifa a Conil. Su gran lección es la de la diversidad. Esto es, que cada africano es un mundo y que no cabe demasiadas generalizaciones en áreas territoriales que a veces confundimos: no es lo mismo la realidad de Marruecos, de Argelia o de Túnez, por lo que ni siquiera el cine magrebí llega a tener un mismo sello indeleble sino mestizo. Otro tanto ocurre con los países situados inmediatamente al sur del Sáhara: entre la cinematografía senegalesa, la de Nigeria o la de Mali, median muchos más kilómetros de cultura que de distancia. ¿Y qué decir de la remota Suráfrica, o de las islas?

Del otro lado, sin embargo, las nuevas que nos llegan tienen que ver demasiado a menudo con el espanto: las dos porteadoras muertas esta semana en la frontera de Ceuta prueban que mandan las malas noticias. Sin embargo, olvidamos con frecuencia que Africa sobre todo es cultura, ya nos venga en forma de un guión de Farida Benyazid, una canción de Yossoun Dour o un poema de Leopold Senghor.

El festival tarifeño supone una formidable lección de geografía humana que, en esta edición, ha llegado a otros lugares de la provincia como el esto de las poblaciones del Campo de Gibraltar, Benalup o Arcos de la Frontera, pero también el norte de Marruecos, con Tánger o Tetuán. Esta iniciativa lleva por nombre Cine Nómada de las Dos Orillas y, merced al patrocinio de la Diputación, cierra un ciclo y un diálogo entre las poblaciones más próximas de ambos continentes. Esa es otra de las grandes lecciones, esta vez particulares, que nos brinda el Festival de Tarifa: su importante caudal de ingenio para lograr patrocinios que van desde la modestísima Corporación Local, al ministerio español de Asuntos Exteriores, pasando por la Fundación de las Tres Culturas y otras instituciones que suman esfuerzos a una convocatoria anual que ya cuenta con un considerable número de cooperantes a través de una inteligente red de voluntariado.

No faltan debates donde se pone frecuentemente en solfa el papel de los poderosos, incluyendo buena parte de los próceres africanos. La muestra Photoafrica es otra de las ventanas abiertas a esa realidad, a través del demostrado compromiso del fotoperiodismo. Mane Cisneros lo dijo durante la presentación de esta última edición del festival, que lo que se pretende es, nada más y nada menos, que brindar «una imagen diferente a las visiones insistentemente negativas que dan los medios sobre un continente condenado por siglos de colonialismo. Es cierto que hay problemas y, muchos, pero también es cierto que hay mucha gente que produce, trabaja, crea y lucha por el desarrollo de sus pueblos». El gran misterio de este certamen es como puede programarse un festival de cine en una ciudad que todavía no tiene una sala de proyección. Pero la gente lo ha hecho suyo, como esos nichos sin nombre del cementerio local en donde, desde el otoño de 1988, no suelen faltar flores solidarias.