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Que vuelva el estancode la calle Ancha

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Parecía imposible poner un negocio más peligroso. Pero lo han conseguido. Allí, justo en la mitad de la calle Ancha, había un estanco hasta hace un año. Era muy conocido. Estaba junto a la librería esa en la que trabajan todas las niñas de Rajoy. Cada vez que les preguntas por algo te interrogan con mirada inciso-contusa: «¿Pero tú sabes leer, muchacho?».

El viejo local en cuestión, el estanco, llevaba allí tanto tiempo que fue el primer sitio en el que Hércules entró a comprar tabaco. Vendían miles de primitivas. Jamás dio un premio. Pero formaba parte del paisaje. Era tradicional, aunque tenía un toque ziniestro (como el niño de aquel cuarteto del Morera). Cada vez que uno entraba, tenía la sensación de ser figurante en el rodaje de un capítulo de La huella del crimen. La falsa memoria fabricada con tele y cine, que tenemos todos, elucubraba lo que podía encerrar aquella trastienda escondida tras una cortina con más trienios que Fraga.

Una vez controlada la imaginación, cualquiera caía en la cuenta de que sólo contenía tabaco. Que no es poca cosa. Es un veneno que muchos necios creemos que sólo mata a los demás. De hecho, no se puede ni vender a los menores de 18 años porque es peligroso. No como la píldora postcoital, que da un gustirrinín que te mueres.

La miseria según Flanders

Pues aquel almacén de canina empaquetada y con filtro ha sido relevado por un negocio aún más oscuro, aunque ahora brilla. El nuevo establecimiento tiene un nombre graciosísimo, rayano en lo descacharrante. Se llama El Prestamito, como si se le hubiese ocurrido al mismísimo Flanders, el repelente de Los Simpson.

La actividad principal del moderno negocio consiste en el antiquísimo recurso del empeño. Pero, además, lo adornan con una publicidad de lo más jocoso-agresiva, así, en plena calle principal y peatonal.

Dicen los carteles que te dan dinero inmediato a cambio de «tu consola de videojuegos, tu teléfono móvil, tu coche, tu moto, tus joyas, tu oro» e incluso, flípalo, «tu barco», que, digo yo, que el que tenga un yate tiene flotadores para sobrevivir a la crisis sin necesidad de ir con las escrituras a la calle Ancha, hecho un chufla, con la cara partida y la gorrita con el ancla.

En algunos casos, según los anuncios, esta oficina acristalada como un banco (puede que haya más similitudes) se compromete a la posible devolución del objeto depositado.

Todo con muchos colorines, con diminutivos, con palabras chupiguays e, incluso, chipendilerendis. Así funciona el mercado (?).

Si no puedes pagar una deuda o no te alcanza para comer, pues llevas allí todas las cosas que te compraste (y aún no has pagado) cuando tenías para entramparte. Lo dejas, te dan una parte de lo que vale y puedes volver a gastar más de lo que tienes. Para volver a empezar.

Hay trabajos peores

Es un negocio legal y legítimo, controlado, fiscalizado, que paga impuestos y cumple como los buenos. Pero también resulta igualmente legal y legítimo que no me guste, que le desee la ruina inminente.

Así comprobaríamos que, si ha surgido al calor del paro galopante y el ruinazo colectivo, su defunción significa que los niveles de prosperidad (o supervivencia económica) de mucha gente corriente han subido unos cuantos puntos.

Es decir: el esplendor de estos locales (ya saben, «compro oro») y la sonrisa de sus propietarios es inversamente proporcional a la alegría crematística de todos los demás. Así que a ver si desaparecen tan pronto como han florecido. A ver si se mueren, que diría mi compadre. No los dueños, me refiero a los negocios, faltaría más.

Siempre hubo empeños pero, como el consumo de drogas, antes había bastante menos y, sobre todo, cundía el buen gusto de practicarlos en reservados, trastiendas y lugares libres de la vista de los demás.

Mientras tanto, a los promotores de tal empresa les viene a dar igual lo que pensemos todos los demás. Seguro que no leen esto. Si lo hacen, espero que tengan el monte de piedad necesario para hacerme un buen precio cuando tenga la desgracia de ir por allí. Debe de ser triste trabajar en un sitio en el que sabes que cada visita corresponde a una derrota.

De todas formas, es difícil que muchos acudamos a El Prestamito, porque tampoco dan lo que necesitamos. Dan algo de dinero, que lo necesitan cada vez más personas, por desgracia. Pero no venden tiempo.

Yo acudiría a la calle Ancha de rodillas si dieran tiempo a cambio de cada objeto que presentaras. Si dieran horas por cada cacharrito que sobra en casa, incluso estaría dispuesto a soportar cola.

Kilo y medio de tiempo

Durante estos años de locura (distinta a la nueva), casi todos hemos acumulado en casa teléfonos que ahora nos pone histéricos descolgar; consolas para ocultar que no sabemos jugar con los niños; coches que no tenemos dónde aparcar, con los que no hemos viajado a ninguna parte; ropa que nunca nos ponemos; películas que no tenemos tiempo de ver; novelas que no tenemos calma para descubrir y casas que no tenemos días para vivir.

Al final, el tiempo que se invirtió en poder comprar todo eso es el que se perdió para pasear por la playa, para hablar, chingar, leer y disfrutar los diez libros, diez CD y diez VHS (sí, ¿qué pasa?) que nos quedarían en casa cuando lo empeñásemos todo.

La mejor maldición que se les podría echar a estos respetables gestores de las fatiguitas ajenas sería llevarles lo que nos sobra (casi todo) para que se hicieran inmensamente ricos. Ojalá, mientras lo cuentan, lo recuentan, lo valoran, lo compran y lo venden, se queden allí todo el día, cada noche, sin tiempo para nada más, inmensamente ricos y sin un minuto. Encerrados en el viejo estanco para siempre, con todas nuestras cosas.

Los demás, con tiempo y con lo justo, fuera, disfrutando de todo lo que merece la pena, que suele ser gratis y no te lo compran en la calle Ancha.