Tribuna

Ceremonial de la Madre

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Los años, ay de mí, me han desmentido. Es un verso de Caballero Bonald, ya quisiera yo ser capaz de escribir algo así, que pertenece a su último libro, La noche no tiene paredes, y que me viene últimamente mucho a la cabeza, como esos retazos de canciones que a veces nos obsesionan y que guardan una directa, y a veces misteriosa relación con sentimientos, sensaciones o incluso presentimientos. Pues sí, me siento desmentida por los años en muchas cosas, y no está mal, porque «qué palabra inhumana la palabra certeza», como dice también CB.

Entre mis múltiples autodesmentidos está mi desprecio ancestral al Día de la Madre. No reniego del odio a su vertiente comercial, con su correspondiente catálogo de regalos recomendados -el pack de películas de Sissi y una botella de licor «Perfect amour», toma ya-, pero sí me he reblandecido en la aversión al elogio del estereotipo, pese a saberlo tan cursi y, a veces, tan falso y discriminatorio. Deben ser los años, sí, y la constatación de su paso inexorable en que esta vez ya no me ha llegado el trabajo escolar correspondiente, que mi niño cumple años, dios, y yo no me doy ni cuenta.

Con lo que me reconcilio sobre todo es con la idea de destinar un día al homenaje, como esas celebraciones rituales judías, que supongo tan hermosas, en las que se mezcla la fiesta con el recuerdo y el dolor por lo perdido. El Día de la Madre, así pues, no consistiría en empujar un carro por el bullicio de un centro comercial o engullir una paella en una venta, sino todo lo contrario; debería ser un acto íntimo, sencillo y silencioso, doméstico, en el que, primero y principal, se cumpliría como sagrado mandamiento inviolable el descanso: no hacer ni el huevo, qué hermoso sueño, durante toda una jornada, hasta que no se distinga una hebra blanca de una negra, y sólo dejarse ir, suavemente, hacia un territorio insólito en el que no existan las prisas, ni la culpa, ni la psicosis a la que nos arrastra el resto del año, tan sobrecargado de obligaciones imposibles de cumplir, de tantas guerras en tantos frentes. Sería entonces el momento de encender unas velas y derramar algunas lágrimas, que llorar un poco da solemnidad y sienta muy bien, por nosotras mismas, que pagamos un precio tan alto por este destino inexorable de atender varias vidas en una misma.

Tocaría luego rememorar. De dónde venimos, cómo ha sido el camino, la larga travesía del desierto y cómo hemos ido derrotando a los filisteos, uno tras otro, aunque eran tantos y tan poderosos. A partir de ahí, hagamos la fiesta: celebremos nuestras conquistas y nuestra propia supervivencia, tras tanta resistencia heroica. Podríamos incluir algún espectáculo de juegos malabares, sencillos, de los que hacemos cada día, como encajar los tiempos para hacer la compra y celebrar reuniones, poner la comida y preparar un dossier, limpiar un culo y celebrar una videoconferencia sin que se nos arrugue el traje ni se nos quiebre la espalda. Apenas.

Quedará, entonces, recibir ya el homenaje de los nuestros, algo también sencillo y barato, como cualquiera de las tarjetas que atesoro: «Mamá, te prometo que voy a estudiar mucho, seré muy bueno y ganaré la liga». Por ejemplo.

Por fin, podemos terminar como se hace en las buenas juergas, con la fase de la exculpación y el arrepentimiento, y pediremos perdón, de alguna manera, por no poder estar a la altura de la demanda siempre. Pero, bueno, como decía Billy Wilder, nadie es perfecto.