LA TRINCHERA

El hijo del notario

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El niño, a las tres y media de la tarde del domingo, sentado en un poyete a las puertas del Monasterio de Guadalupe, suda como un condenado. Lleva pantalones largos, de pinza, una camisa de volantes, bordados y otras florituras estilísticas del tipo papá es notario. Lo peor son los calcetines, gordos, estirados y con esas bolas horribles de árbol de Navidad de deberían estar consideradas maltrato infantil. Engancha los pulgares en los tirantes y mira el mundo con carita de cordero degollado. El sol pega arriba. «¿De dónde vienes?», le pregunta otro chaval, también de siete u ocho años, pero del pueblo. Se encoge de hombros. «¿No tienes calor?», insiste. «¿A que te gusta mi camiseta del Barça?». «No», reponde al fin. Se quita un zapato y luego se descuelga un tirante. Luego se desabrocha un botón de la blusa ortopédica. Como quien no quiere la cosa se descalza el otro zapato y se saca un faldón de la camisa. «¿Tú eres del Barça?». «Yo soy del Exremadura». «El Extremadura no gana nunca», dice, un punto despectivo, pero amable. «¿Tú tienes moto?», prosigue. «Tengo una bici para ir a mi campo». Justo entonces aparece la madre, doblando una esquina con alto repiqueteo de tacones. Mira al niño con cara de cabreo contenido, le coloca los zapatos, le arregla los faldones de la blusita, le revisa los tirantes y le suelta un par de coscorrones escasamente pedagógicos. «Tu padre te está buscando».

De un tirón del brazo se lo lleva. «¿Quién era ése?», le preguntó. «Uno que no tiene moto, va al campo y es del Extremadura», contesta el chaval. La madre no puede evitar una mueca de disgusto.