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«No sé cuántos habrá ahí abajo»

L'Aquila es una ciudad fantasma sacudida por continuos temblores donde se busca vida entre las ruinas

| ENVIADO ESPECIAL. L'AQUILA Actualizado: Guardar
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A las 3.32 horas la cama se mueve como en un tren, las ventanas crujen, las paredes tiemblan, saltan las alarmas, las gaviotas chillan en los tejados, con un ronco sonido de fondo que todo lo envuelve y sale de las entrañas de la tierra. Un momento interminable. 15 ó 20 segundos. Esto en Roma, a cien kilómetros del epicentro. Llegan las primeras noticias del Abruzzo y a las ocho de la mañana no hay un alma en la autopista que conduce a L'Aquila. A las nueve, la avenida de entrada a la ciudad está flanqueada de edificios agrietados, con cascotes y cristales a sus pies.

Cientos de personas salen del núcleo urbano con maletas o están sentadas en la acera. Nada más poner el pie en el suelo la tierra vuelve a moverse como una alfombra. El instinto animal alerta a cada cual, que se aleja de fachadas o farolas, girando la mirada en todas direcciones, buscando también grietas en el suelo. «Es así a cada rato desde esta noche», dice un anciano que sale con dos cafés del bar de una gasolinera. Se mete en el coche y se lo toma con su mujer. El coche, lleno de ropa y algún envase de comida, es ahora su única casa. Hay largas hileras de automóviles aparcados en las afueras con gente asustada, que guarda silencio y piensa. Nadie sabe dónde va a pasar la noche. Nadie sabe nada.

Lo peor está enfrente, en la colina del centro histórico, un núcleo medieval de palacios y callejuelas. Está desierto, fantasmal. Cada bocacalle muestra casas tambaleantes y pedruscos en el pavimento. Los contenedores han volcado por las sacudidas y hay basura por el suelo. Flotan olores acres de gas, de algo quemado, de rocas abrasadas. En una plaza aparecen 21 ancianas, en camisón y con mantas, sentadas al sol en sillas de ruedas. Algunas preguntan cuándo vuelven a casa. La residencia Ferrari, su hogar, se ha derrumbado, pero están todas a salvo. Llega un equipo de Protección Civil y decide llevarlas a la Piazza del Duomo, no hay transporte disponible.

La Piazza del Duomo, centro histórico, es un campamento al aire libre, con cientos de personas tiradas por el suelo con mantas. Están vestidas en pijamas, bata o chándal. Hay sobre todo ancianos y jóvenes. Así es L'Aquila, abuelos y estudiantes de la universidad, muchos de ellos extranjeros. Hay un grupo griego, otro israelí. Esperan instrucciones de sus embajadas. Todos cuentan historias parecidas. «En cuanto noté el terremoto salí corriendo de casa, y al minuto se derrumbó», explica Roberto. Como todo el mundo, ya había sentido un seísmo hacia las diez y media, viendo en la tele el resumen de los partidos del domingo, pero se fue a dormir tan tranquilo. Estos temblores ya eran normales desde hace meses. Mucha gente se ha salvado porque ya estaba sobreaviso y sabía cómo actuar. Justo la noche antes Roberto le explicó a su amigo Pietro que debía meterse en el hueco de la ventana. Es lo que hizo ayer. Al momento el techo de su habitación se derrumbó. Está vivo.

Silencio y lágrimas

Impresiona ver las torres de la catedral: se han desplomado las campanas. El reloj está parado a las cuatro menos cuarto. Al lado, la cúpula de la iglesia de la Madonna del Sufragio está abierta como una naranja. Templos rajados de arriba a abajo, palacios descoyuntados... El centro artístico de la ciudad está al borde del derrumbe. Las tiendas, los bancos, las oficinas públicas, todo cerrado. Menos una farmacia, heroica, abierta entre cascotes.

Se habla de tres edificios hundidos donde hay gente atrapada. Todos de construcción moderna. Uno está cerca, en la plaza Pasquale Paoli. Es un bloque de cuatro pisos convertido en una montaña de cemento y hierros retorcidos. Aldo, un vecino, lleva aquí desde las cuatro de la mañana. «Coincidimos un grupo de gente, pero no se podía hacer nada, es un techo de cemento que ha aplastado todo, sacamos a algunos por los lados, pero no sé cuántos habrá ahí abajo», explica. Ahora los bomberos trabajan con dos excavadoras y a mano, pero son hormigas que mueven migas de piedra. En la plaza, decenas de personas cubiertas de polvo siguen los trabajos sobrecogidas. Hay aquí y allá objetos aplastados con piedras como si fueran de papel. Coches y buzones. La normalidad, rota. Pero eso no vale nada, lo único valioso es la vida. Los familiares de los desaparecidos taladran la montaña de escombros con la mirada.

De repente, silencio. La gente se sobrecoge porque es el primer momento sin sonidos en horas. Los bomberos han ordenado parar las excavadoras y callan a todos. Se aguzan los oídos para intentar oír algo. Un oficial grita: «Mattteooooo... Riccaaaardooo... Danielaaaaaa...». Pasan los segundos. Se crea una intimidad extraña entre las personas que están allí. A lo lejos se oyen sirenas, el ruido de búsquedas en otros lugares llega amortiguado. Nada. Una punzada de desesperación recorre los grupos. Una chica, que no sabe si a su novio le dio tiempo a salir, grita: «¡La 'Yaris'! ¡Es su coche!». No lo había reconocido, cubierto de polvo. Se emociona ante un objeto de la persona amada, como si fuera él. Acaricia el coche.

«¡Basta ya!»

Se percibe agitación entre los bomberos. Un anciano no aguanta más y trepa por los escombros. Sacan apuntes, álbumes de fotos, ropa. Un pasaporte, que acercan a un joven, que asiente. De improviso otra gran sacudida sísmica, como una carcajada diabólica. Todos corren despavoridos. Los árboles del parque se zarandean. Un chico insulta al cielo: «¡Basta yaaa!», grita al borde de las lágrimas. En ese momento la joven que buscaba a su novio recibe noticias: está en el hospital. Estalla en lágrimas y se abraza con una amiga. En la montaña de cascotes extienden una sábana verde. Sacan cuatro cuerpos, uno detrás de otro. Algunos bultos son pequeños. Un hombre se derrumba: «Daniela... y mis hijos». Nadie puede parar de llorar.

A la una aparecen las primeras unidades caninas. En la plaza de la catedral reparten pan y agua. Una anciana quiere pizza, y al final la consigue. Unos jeeps del Ejército se llevan a las señoras de la residencia Ferrari. El sol ahora es abrasador, pero por la noche la temperatura será bajo cero. La gente se encamina hacia los campamentos en el estadio, en la Piazza delle Armi. Aquí el panorama deja perplejo. Apenas hay una docena de tiendas, donde se alojan ancianos con un calor asfixiante. Dan de comer jamón, queso y unas croquetas. Pero ya es evidente que no habrá sitio para dormir para todos. Muchas familias pasarán la noche en el coche o quizá a la intemperie. En el último merodeo por el centro fantasmal, una furgoneta cargada de ataúdes espera ante el número 79 de la Via Garibaldi. En Via XX de Septiembre siguen buscando bajo otro edificio de cinco pisos a siete personas. Una está viva. Pero todo el mundo sabe que los muertos serán muchos más de los que se conocen a esta hora. Empieza a llover. Otra sacudida.