MAR DE LEVA

Parece mentira

Poco importa que usted y yo tengamos la cabeza puesta en otras preocupaciones diarias: es imposible no preocuparse, e incluso angustiarse, por todas las otras circunstancias que de una temporada a esta parte nos rodean, esas que hacen que de pronto nos demos cuenta de que la barrera entre realidad y ficción es fina y uno ya no sabe cuál influye a cuál, si es verdad la sospecha de que el siglo veintiuno va a ser más terrible todavía que el veinte que dejamos atrás hace nueve años (¿quién lo diría!) o si de pronto es que los locos nos hemos vuelto más locos todavía y no hay quien sea capaz de reconducir el manicomio.

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Se desayuno uno, almuerza, cena con noticias truculentas que hacen que piense que, por un momento, ha dejado de vivir en ese mundo feliz que se empeña en vendernos el presidente del gobierno y ha caído de cabeza en una mala producción de Hollywood, toda llena de asesinos en serie, bandas de mafiosos, psicópatas ocultos a la luz de la sociedad que durante años y décadas viven a su avío dando las buenas tardes al vecindario mientras vuelve de la cuchillería con un artilugio nuevo.

Hay horrores que nos quedan lejos y nos asombran y escandalizan por lo retorcido de su argumento: es el caso del monstruo Fritzl. Otros nos tocan tan cerca que seguimos siendo testigos con estupor (y, por desgracia, con mucho morbo) de cómo se enmadeja y desenmadeja el caso. Quizá no sean comparables y sólo tengan en común la coincidencia en el tiempo, pero me sigue extrañando que nadie se extrañara en su momento: que nadie lo viera venir, que a nadie le importara, que en este mundo de cotillas donde sabemos con quién entra y con quién sale la vecina del tercero, dónde para y se toma las copas uno, con quién pone los cuernos el otro, los alcabaleros de la muerte pasen por nuestro lado y nadie sea capaz de dar la voz de alarma. Va a ser verdad que la forma más fácil de esconder un libro es una biblioteca, y la de ocultarse un loco o un asesino es entre esta marea de locos que vamos a lo nuestro que es la sociedad en que vivimos.

Sorprende, y mucho, en el caso de la desgraciada chiquilla sevillana y de sus presuntos asesinos, por un lado, la paciencia policial, puesto que las primeras versiones, lo sabe cualquiera que haya escrito o leído dos relatos policiales, no se sostenía ni con cola. Por otro, cómo lo que pudo empezar siendo un acto execrable que se les fue de la mano acabe por retorcerse de tal manera: se trata de muchachitos lumpen, no del profesor Moriarty. Si el crimen se produce en la pasión del momento, extraña la sangre fría posterior, el continuo darle vueltas a las declaraciones, esa capacidad aprendida de todos nosotros de ir retrasando lo inevitable y de contradecirse unos a otros. Juegan, posiblemente: quizá todavía crean que siguen jugando. Una característica del monstruo es que piensa que los feos son los otros. Ya nos lo advirtió Joseph Conrad y a través de él Marlon Brando: sumergidos en el horror, cuesta trabajo diferenciar lo cuerdo de lo sano.

Lo terrible de todo esto no es que la víctima pudiera haber sido cualquiera de nuestras hijas. Lo espantoso es que también los (siempre presuntos) asesinos podrían haber sido cualquiera de nuestros hijos. Porque vivimos de espaldas unos a otros, cada mochuelo a su olivo, el mundo del día contra el mundo de la noche, el mundo de la relación en directo contra el mundo de la realidad virtual. Ghettos que no miran a otros ghettos.

Lo terrible no es que Fritzl estuviera loco. Lo terrible es que ya tenga apalabrada la exclusiva millonaria de su espanto.