EL COMENTARIO

Pasión

El Diccionario de la Real Academia, en primera acepción, define la pasión como «acción de padecer». No es casual aquello de padecer pasiones. No son malas en sí mismas, es más, cuando se aplican al humano campo de lo amoroso (no de esa enfermedad llamada celos) se convierten en la causante de nuestras mejores proezas. Basta con leer a San Juan de la Cruz, excelso paciente de semejante pasión.

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Lo malo de las pasiones estriba en aquello que nos restan de racionales. Que a los chimpancés les den arrebatos pasionales de índole territorial, por ejemplo, tan sólo lleva a un par de mordiscos, muchos gruñidos y alguna rama rota. La pasión, desnuda de pensamiento, lleva directamente al mono aturullado. Y no es que termine con un mordisco; suele ser instrumento al servicio de bajos y espurios intereses. Comienzan por una minucia y, a veces, terminan en una guerra. Ya me dirán qué demonios les importaba a los campesinos y proletarios franceses o alemanes aquella macabra Guerra, llamada Primera, tragando mierda en las trincheras y conviviendo con las ratas mientras, sobre ellos, se realizaban los primeros experimentos de armas químicas. ¿Nada! Pero quienes la sufrieron no fueron los emperadores, ni los generales, ni los cardenales, fueron los de siempre.

Quienes hemos tenido el dudoso privilegio de presenciar una de esas barbaridades en primera fila regresamos curados de muchas cosas, también de la primitiva venganza. Ya saben, eso que nos piden el cuerpo y las tripas cuando alguien nos fastidia la vida; todo padre quisiera castrar al violador de su hija; todo vecino quisiera arrancar dos ojos a quien lo dejó tuerto.

¿Pasiones? Sí, por favor, pero las que nos llevan a unir cuerpos en un combate capaz de elevarnos a esa pequeña muerte, aseguran los sabios, que nos lleva al conocimiento de la Divinidad. Dejemos las otras, todas, para los chimpancés o para quienes las manipulan en beneficio de bastardos intereses.