EL ELEGIDO. Netanyahu comparece junto a Peres en Jerusalén instantes después de que le encomendara la formación del nuevo Gobierno. / AP
ANÁLISIS

Netanyahu gobernará un polvorín La amarga victoria de Livni Una mala combinación

Simon Peres encarga al líder del Likud la formación del nuevo Ejecutivo israelí, que integrará a ultras laicos y religiosos con diferencias irreconciliables

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Salvo desastre de última hora, que todo es posible en el endiablado juego de la política israelí, Benjamin Netanyahu será el primer ministro del próximo Gobierno judío. El jefe del Estado, Simon Peres, le encargaba ayer oficialmente la misión de formar un Ejecutivo, después de que la mayoría parlamentaria -circunscrita en el bloque de la derecha y que suma 65 de los 120 diputados del Parlamento- manifestara su apoyo al candidato del Likud. Y después de fracasar ayer en su intento de última hora por propiciar un gabinete de unidad nacional con la integración de Tzipi Livni, la aspirante que obtuvo más votos en las pasadas elecciones al frente de su partido Kadima, que optó por encabezar la oposición.

«Una amplia coalición no tiene peso si no tiene una dirección. No podemos servir de tapadera para la falta de dirección», fue la sentencia con que la líder centrista declinó la posibilidad de sumarse a un gabinete encabezado por su principal rival. Al que acusó de no estar a favor de «una solución de paz basada en dos Estados», uno palestino y otro israelí, que fue la enseña de campaña del Kadima. Benjamin Netanyahu, de 58 años, y jefe del Gobierno de Israel entre 1996 y 1999, tendrá ahora cuatro semanas, más dos adicionales si es necesario, para armar el gabinete con el que deberá intentar dirigir el convulso Israel.

En contra de la tradición electoral del país, será el primer candidato encargado de formar Gobierno sin haber sido el más votado, aunque las cifras de los pasados comicios le llenan de legitimidad: si Livni consiguió 28 escaños -uno menos de los que el Kadima ha mantenido en la presente legislatura- Netanyahu se alzó con 27, lo que representa no sólo una inapreciable desventaja de sólo unas decenas de miles de votos, sino un notable triunfo de su formación, que conseguía doblar con mucho los 12 diputados obtenidos en 2006. Ese singular aval, unido al respaldo de las formaciones de derechas, demuestran una vez más que las elecciones en Israel no las ganan los partidos, sino los bloques, y que el Likud tiene suficiente respaldo social como para gobernar Israel.

Secuestro político

Netanyahu aceptaba la misión de formar un gabinete, decía, «con humildad y gran sentido de la responsabilidad». Y al tiempo que invitaba a Livni, y al jefe del defenestrado Partido Laborista, Ehud Barak, a celebrar una reunión mañana dirigida a discutir una vez más la posibilidad de constituir «un amplio gobierno de unidad para el bien de la gente y del Estado». En sentido estricto, la incorporación de Kadima -o la más intempestiva suma de los Laboristas- es la única oportunidad de Netanyahu de cuajar una coalición estable, o lo que es lo mismo, capaz de salvarle del secuestro político al que se encamina dentro de un gabinete sostenido a medias entre el ultranacionalista laico Avigdor Lieberman y los radicales religiosos del Shas. Si la matemática prevista se materializa, el Likud sumará a sus 27 escaños los 15 del primero y los 11 del segundo -más los 12 que aportarán en conjunto el askenazí Judaísmo Unido de la Torá y los partidos de los colonos- en una coalición, coinciden todos los analistas, que no aguantará más allá de 2010.

El choque entre el Yisrael Beitenu de Lieberman y el Shas está asegurado en cuanto a la agenda civil: Lieberman, llave de este Gobierno, ha prometido regular las uniones entre judíos y no judíos y facilitar las conversiones hoy competencia exclusiva del rabinato, dos modernizaciones que superan con mucho lo que los ultraortodoxos están dispuestos a admitir.

En el ámbito exterior, los compromisos con los radicales impedirán a Netanyahu avanzar en la paz con Siria y en progresos con los palestinos, lo que inevitablemente complicará el escenario con la nueva Administración norteamericana dirigida por Barack Obama, poco favorable a la presencia de Lieberman en un Ejecutivo. Tzipi Livni ya no será Golda Meir. Por mucho que su estrecho triunfo en las elecciones primarias del Kadima la alzaran en septiembre como la flamante jefa del partido en el Gobierno y por mucho que su ajustada victoria en los comicios de febrero la coronaran como ganadora, la princesa de Tel Aviv debe estar lamiéndose las heridas de su amargo éxito.

En menos de seis meses ha perdido por dos veces la oportunidad de ser primera ministra de Israel. En otoño, fue la intransigencia de los ultraortodoxos del Shas la que frenó sus ambiciones. Si hay alguien que debe estar alegrándose de este destino es su viejo jefe y todavía primer ministro en funciones, Ehud Olmert. El encargo del presidente Peres a Benjamin Netanyahu para formar el próximo Gobierno israelí es sólo formal, corresponde a la lógica política -el designado es el que lo tiene más fácil- y era lo previsto después de que la extrema derecha laica (Avigdor Lieberman, de Yisrael Beiteinu) le diera su respaldo. Es más, era técnicamente inevitable tras la advertencia a Peres por parte de la derecha religiosa y seglar en el sentido de que su campo tiene 65 escaños seguros de un total de 120 en el nuevo Parlamento y de que su candidato es Netanyahu.

Pero de ahí a dar por hecho que éste será el jefe de un Gobierno mixto de ultras y religiosos hay todavía mucha distancia y no es imposible que el Ejecutivo israelí acabe siendo algo más complejo, más transversal y, desde luego, más útil si el Estado quiere atender genuinamente los desafíos tremendos a que se enfrenta en varios órdenes.

Además de la agenda propiamente interna (la redefinición institucional del marco político o la crisis económica), Israel no puede ignorar el hecho central de que en Washington hay una nueva Administración que, desde la solidaridad y la discreción, espera algo mejor que ver al dúo Likud-Yisrael Beiteinu al timón. Para Obama y su Gobierno esto sería «a bad combination» (una mala combinación), como dijo gráficamente el miércoles Daniel Kurtzer, judío americano y ex embajador en Israel. Washington necesita un Ejecutivo conceptual y políticamente identificado con la agonizante solución con dos Estados; es decir, con los palestinos al lado, tan independientes y soberanos como los israelíes e instalados en las tierras ocupadas desde la guerra de 1967, que deberán ser evacuadas. Esta fórmula, con matices aquí y allá, tiene el aval de la comunidad internacional pero no de Netanyahu y Lieberman, halcones muy cómodos con las soluciones de fuerza, que la historia acredita como pretendidas soluciones.

Si tal Gobierno es investido será legítimo, pero será algo más que una mala combinación. Será un desastre en toda regla y sólo contribuirá al aislamiento de Israel. Peres hará cuanto pueda por incluir en ese Ejecutivo a los centristas de Kadima, los más votados, para hacerlo más presentable en Washington. El desenlace, por muy hecho que parezca hoy, está lejos y, desde luego, está por ver.