IMPOTENCIA. Agentes de Wall Street comprueban con estupefacción la fuerte caída de las cotizaciones bursátiles. / AP
Economia

Sólo es una depresión

Los rodeos de los expertos para designar los colapsos económicos de la historia demuestran como siempre intentaron inyectar optimismo ante a la incertidumbre

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Cuando estalló la crisis financiera, hace año y medio, los gobiernos aseguraban que la economía real marchaba bien, pero admitían que el pesimismo podía ponerla en peligro. A la vista de los decimales que iban apareciendo en las previsiones de crecimiento, que eran corregidos de inmediato a l a baja con otros decimales, podría decirse que los gobiernos y los organismos internacionales mostraron, si no optimismo, al menos cierto sentido del humor.

Desgraciadamente, el diagnóstico de la situación económica se ha agravado en pocos meses y ha pasado desde la simple desaceleración a la recesión e incluso a la depresión. Ahora bien, eso no significa que la actitud positiva manifestada por el presidente Rodríguez Zapatero durante 2008 no haya servido de nada. «El optimismo educado y despierto recompensa; el pesimismo sólo puede ofrecer el consuelo de tener razón», advertía el historiador David S. Landes, autor de La riqueza y la pobreza de las naciones (Editorial Crítica, 2000).

Distintos nombres

Los rodeos que los expertos han utilizado para designar los colapsos económicos a lo largo de la historia demuestran hasta qué punto siempre han intentado parecer optimistas cuando los acontecimientos quedaron fuera de control. Por ejemplo, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, si la economía se desplomaba, todo el mundo decía que se había producido un pánico. Era una palabra que describía con precisión el estado de ánimo de los afectados, pero los economistas empezaron a preguntarse si ese término podía minar la moral colectiva y causar más daño, así que lo reemplazaron por depresión, una locución que entonces no sonaba tan tenebrosa como ahora, aunque designaba esencialmente lo mismo: la crisis provocada por prácticas financieras especulativas que se traslada a las empresas y que acaba golpeando a millones de ciudadanos corrientes. «No se trata de pánico, sólo es una depresión», ironizó John Kenneth Galbraith en su libro Un viaje por la economía de nuestro tiempo (Ariel, 1994).

Lamentablemente, el crash de 1929 y la Gran Depresión de los años treinta dejaron una huella tan amarga en Estados Unidos y en Europa que los especialistas tuvieron que buscar otra manera más suave de referirse a los reveses de la economía para no asustar demasiado a la sociedad: «No se trata de una depresión, sólo es una recesión», precisaron. Pero, a decir verdad, aquel giro tampoco sirvió de mucho, pues el shock petrolífero de los años 70 y sus efectos duraderos sobre el empleo impregnaron la nueva palabra de connotaciones incómodas, hasta el punto de que la recesión de 1991 le costó las elecciones a George Bush padre un año después.

En fin, hubo que alterar el discurso una vez más y entonces se escuchó: «No estamos ante una recesión, sólo es un ajuste de crecimiento».

Últimamente, los economistas dicen que el Producto Interior Bruto (PIB) ha experimentado un crecimiento negativo. Sería más sencillo admitir que retrocede, pero todo lo relacionado con ese indicador es tabú, pues está ligado a la percepción colectiva de la prosperidad. Lo paradójico es que la idea de que el PIB y otras magnitudes similares reflejan la riqueza y el bienestar reales de una sociedad no es más una convención académica que surgió en los años 30.

Cantidad y calidad

Entonces, los economistas John Maynard Keynes, John Hicks y Simon Kuznets elaboraron el denominado sistema de contabilidad nacional, un instrumento estadístico que permitía a los gobiernos orientarse y trazar sus políticas en medio de los vaivenes económicos del periodo de entreguerras.

Pero las estadísticas tenían, y tienen, sus límites. El propio Kuznets lanzó un prudente aviso al Congreso de Estados Unidos en 1934, cuando más arreciaba la Depresión: «Es muy difícil deducir el bienestar de una nación a partir de su renta nacional...». Su recomendación fue ignorada, aunque él no dio su brazo a torcer. Según relata Clive Hamilton en el ensayo El fetiche del crecimiento (Laetoli, 2003), Kuznets volvió a pedir en 1962 que se revisara la forma de medir los progresos de la economía y que se buscaran procedimientos más afinados. «Hay que tener en cuenta las diferencias entre cantidad y calidad del crecimiento -aconsejó-, entre sus costes y beneficios, y entre el plazo corto y el largo (...) Los objetivos de crecimiento deberían especificar: más crecimiento de qué y para qué».

Aquella admonición planeó sobre la reciente cumbre del G-20 de Washington. Cuando los líderes mundiales estudiaron posibles salidas al atolladero del crecimiento negativo, se encontraron de repente con las palabras que los economistas y los gobiernos habían arrinconado en los libros de historia para no causar alarma a los ciudadanos: pánico, depresión...

El problema es que los gobiernos disponen de múltiples ángulos para abordar los dramas implícitos en esas expresiones: el punto de vista de los millones de desempleados, el de los empresarios, el de los financieros, los intereses electorales de los partidos...

Galbraith puso de manifiesto ese dilema al recordar los tiempos que tuvieron que afrontar el presidente Herbert Hoover, que vivió el crash del 29, y George Bush, padre, apeado de la Casa Blanca en 1992. «Para muchos, especialmente para los que tenían voz en la política, dinero e influencias, la depresión o la recesión no tienen nada de doloroso -escribió el insigne economista-. Naturalmente, nadie puede reconocerlo abiertamente. En algunas cosas hay que ser discreto, incluso ante uno mismo».