CÁDIZ

Luz sobre la tragedia del 47

Nuevos datos aclaran las posibles causas de la explosión del polvorín

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Lunes, 18 de agosto de 1947. Después de un día especialmente caluroso, las calles toman vida con la fresca. La ciudad, ajena al desastre que se avecina, bulle de obreros que vuelven a casa, jóvenes ociosos y vecinas que entretienen su tiempo con largas charlas de umbral a umbral. En los tabancos, sus maridos se regalan un respiro de la flama. Todo parece normal, rutinario, cotidiano. Pero ya sólo faltan quince minutos para las diez de la noche.

A esa hora la Base de Defensas Submarinas salta por los aires. La explosión envuelve Cádiz en una nube de humo y polvo, tumba o daña 1.200 edificios y siega 147 vidas. En medio del caos, con una legión de heridos pidiendo ayuda y la Guardia Civil intentando movilizar a la población -histérica y conmocionada- hacia la playa, la pregunta es inevitable: ¿Por qué?

Más de 60 años después, la cuestión sigue siendo la misma que no pudieron -o no quisieron- responder las autoridades en su momento. La catástrofe del polvorín de San Severiano se ha prestado, durante seis décadas, a toda suerte de teorías conspirativas, leyendas y especulaciones. Ahora, José Antonio Aparicio Florido recoge en un riguroso estudio las conclusiones de una investigación ardua, minuciosa y exhaustivamente documentada -que aporta informes inéditos y registros institucionales desconocidos-, capaz de arrojar algo de luz sobre las tinieblas que rodean las causas originales de la tragedia.

Tras el incendio en 1976 -casual, pero muy oportuno- del Archivo Naval de San Fernando, los informes periciales de la Armada sobre la explosión se convirtieron en una incógnita más de la historia negra del Franquismo. En plena Transición, la pérdida de esos documentos «esenciales» parecía condenar al fracaso cualquier investigación a posteriori. «El error que cometimos -explica Aparicio Florido- es pensar que todo estaba allí. Yo mismo partí de esa premisa, hasta que descubrí que buena parte de la información había sido trasladada al Rancho de la Bola, y que había vuelto a San Fernando después del fuego. También me topé con que en el Archivo del Ministerio de Marina de Alcalá de Henares había documentación, importantísima e inédita, que nadie hasta hoy había trabajado».

Gracias a esos hallazgos, el autor de la investigación que pronto publicará la Diputación de Cádiz ofrece «una perspectiva completamente distinta de la explosión». En primer lugar, las minas rusas «incautadas al ejército republicano y habitualmente consideradas como chatarra bélica, culpables directas de la catástrofe, estaban en perfecto estado a pesar de su pésima apariencia, como confirmaron dos análisis distintos». Por el contrario, se habían descartado las «2.228 cargas compradas, mayoritariamente -a la carrera, deprisa y corriendo- al ejército alemán para evitar un posible desembarco aliado». Se entendía que esas cargas «contenían sólo TNT, un material sólido, perdurable y seguro».

Sin embargo, el 21 de agosto, el Almirante en Jefe de la Armada en Madrid emite dos despachos consecutivos (desconocidos hasta la fecha) dirigidos a los capitanes de todos los departamentos marinos, en los que se les pide que «procedan de inmediato al desembarco de los buques de las cargas de profundidad cuyo contenido no sea trilita o se desconozca, y pide que las depositen lejos de cualquier núcleo poblado».

Es decir, apenas tres días después de la tragedia, y sin que la comisión militar hubiera practicado aún ninguna diligencia formal y completa, el Alto Mando ya sospechaba que «ese armamento podría contener un material distinto al que se pensaba», con el riesgo que ello implica y la responsabilidad fácilmente atribuible a los ámbitos de la Armada garantes de su adquisición y control.

Señalar hacia fuera

Las conclusiones de la investigación judicial establecieron, literalmente, «que la explosión debió de ser provocada por una causa ajena a los explosivos, aunque no se puede asegurar por la procedencia extranjera de las minas». La comisión, entonces, ni siquiera formula una hipótesis básica, «por muy simplista que fuera». La prioridad era, obviamente, señalar hacia fuera.

Aparicio Florido sigue la pista de los despachos del Alto Mando de la Armada y se centra en el estallido inicial de las cargas de profundidad, una posibilidad avalada por la existencia, en la zona en la que estaban almacenadas, de «un socavón, en forma de embudo, de dos metros de profundidad y catorce de largo».

¿Sabotaje?

El autor recurre a un químico especialista, Miguel Ángel López Moreno, con 30 años de experiencia como Jefe de Análisis de Pólvora de la Armada, que le ayuda a encontrar la clave definitiva. «Entre las cargas alemanas había 50 WBD que contenían 125 kilos de algodón pólvora cada una, un material perecedero, de durabilidad muy limitada, que se fabrica para su uso inmediato, sensible a las condiciones atmosféricas, que no soporta las altas temperaturas, ni siquiera la ambiental, y que se descompone a partir de los 18 grados, se expande y se contrae y, a su vez, emite calor». El ejército lo ignoraba. Agosto. 1947. Un explosivo sensible, almacenado mucho más de lo recomendable y contra toda lógica. Un verano abrasador. No hacía falta más. «Ésa -dice Aparicio Florido- es la causa».

El atentado es otra de las hipótesis reincidentes a la hora de explicar la tragedia. Según Aparicio Florido, «al margen del escaso sentido que tendría para los maquis causar una masacre entre la población civil que avivara el odio o el miedo a los rojos», documentos inéditos, en este caso policiales, también descartan - «por ahora»- una de las principales líneas de la investigación que apuntaban a la autoría terrorista. Un mes antes de la explosión, aparece en San Fernando un misterioso personaje que se hace pasar por José Manuel Moreno Rodríguez, un divisionista supuestamente recluido durante varios años en un campo de concentración ruso. Sobre este individuo, de personalidad falseada, recayeron durante algunos años las sospechas de ser el autor material del sabotaje, sobre todo tras su repentina («pero supuesta») desaparición el mismo 18 de agosto.

«Efectivamente, una persona se hizo pasar por Moreno Rodríguez, pero la Policía ya lo detuvo en febrero del 47, lo encerró y lo interrogó hasta que confesó su verdadero nombre: Benjamín García Álvarez, alias El Pocholo, un delincuente habitual que, si tuvo alguna conexión con el maquis, fue puramente superficial e interesada». De ahí, en abril «escoltado por la Guardia Civil, fue trasladado a la Brigada Político Social de Madrid, que repitió el interrogatorio y confirmó sus antecedentes delictivos, pero no políticos, y que volvió a dejarlo en la calle».

Para Aparicio Florido, «¿qué posibilidad real hay de que un sospechoso, detenido en dos ocasiones consecutivas en los meses inmeditamente anteriores a la explosión, volviera a Cádiz y perpetrara el atentado?»

En cualquier caso, la tragedia hubiera sido fácilmente evitable si algunos altos cargos militares no hubieran ignorado el informe, también inédito, que Manuel Bescós, Teniente Coronel de Armas Navales del Estado Mayor, firmó el 9 de julio de 1943 y que literalmente advertía: «Las consideraciones anteriores mueven al Jefe que suscribe a considerar el urgentísimo traslado de la Base de Defensa Submarina de Cádiz, ya que, en caso de voladura, provocaría una catástrofe nacional».

dperez@lavozdigital.es