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¡Dame fuego ahí, mir pejeta!

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Esta historia no le sucedió a Juan Lobón, en la magnífica novela de don Luis Berenguer, pero posiblemente sí le sucediera a un pariente cercano. Cuentan, que durante la posguerra española, estaba un jornalero alcalaíno en paro cogiendo espárragos, tagarninas y, si el día estaba claro de guardas y guardias civiles, se entretenía el hombre en cazar cuatro o cinco conejos, para arrimar unas cuantas proteínas a su pequeña casa, cargada de termitas y de chiquillos. El guarda de la finca, en contra de lo que todo el mundo puede suponer, no era mala persona y entendiendo la difícil situación económica y familiar del furtivo cada vez que lo cogía en la finca, le hablaba con educación y le pedía por favor que saliera de las lindes. El furtivo agradecía siempre -aunque en silencio- los modos y las formas del guarda y sabía, que aunque era su obligación echarlo de la finca: era un buen hombre.

Una mañana que iba el jornalero con un saco a la espalda se encontró de cara con el guarda de la finca junto a una pareja de la guardia civil. El guarda no tuvo más remedio que intervenir enérgica y exageradamente delante de la guardia civil y requisarle el saco con cuatro conejos y un macetón de espárragos. La guardia civil, no queriendo parecer que no eran unos buenos profesionales, también actuaron con contundencia ante el jornalero y lo pusieron a disposición judicial. El juez después de oír -no leer- la denuncia de la guardia civil, y no queriendo desautorizar a la benemérita redactó una sentencia para el caso. El juez llamó al jornalero a la sala y mientras que leía la sentencia más o menos en los siguientes términos: « por invasión de la propiedad privada, por hurto de espárragos y caza furtiva de conejos se le impone a usted una multa de mil pesetas».

El jornalero que escuchaba de pie la sentencia del juez se sacó del bolsillo una bolsa de picadura de tabaco y paciente y estoicamente comenzó a liarse un cigarro, que terminó de liar justo cuando el juez terminaba la última frase de la sentencia: « una multa de mil pesetas». Entonces el jornalero se acercó al estrado donde estaba el juez y mirándolo a los ojos con una media sonrisa le dijo: «¿Dame fuego ahí, mir pejeta!»

Imponer una multa tan desproporcionada a una persona es absurdo; ni aquel jornalero en paro podía pagar una multa de mil pesetas; ni hoy su paisano posiblemente pueda pagar una multa de veinticuatro mil euros por otros cuatro conejos; ni quedan personajes tan libres y enamorados de su profesión de cazador como Juan Lobón, a quien por cierto, la guardia civil no fue nunca capaz de requisarle la escopeta; ni tengo conocimiento que el conejo sea una especie en extinción; ni es de recibo que delincuentes peligrosos queden libres porque a la justicia -por no decir al juez- se le haya pasado la fecha del juicio y el juicio.

¿Dame fuego ahí, mir pejeta!

Francisco Rodríguez Apolo. Cádiz