Jayne Soliman. / TELEGRAPH
Sociedad

Una patinadora británica da a luz una niña dos días después de morir

Los médicos logran sacar adelante a una bebé de 26 semanas, tras 48 horas en el vientre de su madre muerta

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La última plusmarca de Jayne Soliman se llama Aya Jayne, que en castellano significa milagro. La ex campeona británica de patinaje artístico dio a luz la semana pasada a una niña, dos días después de estar clínicamente muerta. La vida de la deportista se apagó a causa de un intenso dolor de cabeza que acabó siendo un tumor fulminante.

La pequeña que llevaba en su vientre desde hacía 26 semanas aprovechó, sin embargo, la última llamarada de la antorcha de vida materna para lograr sobrevivir. Su pequeño corazón late en una incubadora de la Maternidad del hospital John Radcliffe, de Oxford. Las lágrimas de su padre, un abogado egipcio de 29 años llamado Mahmoud Soliman, se debaten estos días entre el dolor por la muerte de su esposa y la alegría por el nacimiento de la pequeña. «Su madre -dijo- la habría amado con locura».

La última historia humana de la Navidad, la primera del nuevo año, dio la vuelta al mundo ayer, tras ser publicada por el histórico rotativo londinense Daily Mail. La protagonizó Jayne Campbell, una conocida patinadora inglesa, que llegó a ser séptima del mundo en el campeonato celebrado en 1989 en el más grande de los siete Emiratos Árabes, que es Abu-Dhabi. Allí comenzó su polémico romance con el joven egipcio que se convertiría en su esposo. Les separaba la edad, pero estaban unidos por un «gran amor a primera vista», según relató Soliman. Ella, enamorada perdida, se llevó al joven al Reino Unido, y acabó abrazándole ante el altar del Islam en mayo de 2007.

Convertida en Jayne Soliman, la ex campeona se ganaba la vida como entrenadora profesional en el Club de Patinaje de Bracknell, en la ciudad de Berkshire, situada a unos 50 kilómetros al oeste de Londres. Después de haber sufrido un aborto involuntario, el último embarazo de la mujer fue recibido por la pareja con enorme ilusión. «Recuerdo la primera ecografía. Era un bebé tan deseado que cuando sentimos el latido de su corazón no pudimos más que abrazarnos y llorar de la emoción», cuenta su esposo.

Si hubiera sido niño se habría llamado Alí; y Maggie si la muerte no se hubiera colado en las vidas de la familia. Ocurrió durante un entrenamiento rutinario. La deportista se sintió indispuesta. Dijo que le dolía la cabeza. Se apartó a su vestuario; y se derrumbó.

Un helicóptero la trasladó rápidamente al hospital de Oxford, pero no había nada que hacer. Apenas unas horas después, el cerebro de Jayne, acosado por un cáncer repentino, dejó de funcionar al romperse un vaso sanguíneo, una arteria, que desembocó en una hemorragia irrefrenable.

El bebé que llevaba dentro seguía vivo, pero 26 semanas y unas dos libras de peso, que es un kilo aproximadamente, parecían argumentos de poca consistencia para intentar rescatar a la criatura mediante una cesárea. El equipo médico que atendía a la mujer pensó entonces que si todo no estaba perdido no había por qué echarlo a perder. Para ganar tiempo, conectaron a la víctima a un respirador y se detuvieron un momento para decidir la mejor opción.

Había una que, a pesar de su elevado riesgo, ya se había intentado con éxito en algunas ocasiones en otros países. La mejor incubadora del mundo, pensaron, es el vientre materno. La madre estaba en muerte cerebral, pero si conseguían desarrollar los pulmones de la pequeña con esteroides, tal vez la niña sobreviviría. Serían suficientes 48 horas para ganar un 67% de posibilidades de supervivencia. Y lo lograron. Por eso Maggie se convirtió finalmente en Aya (milagro). Sus pulmones respondieron con fuerza suficiente como para afrontar el primer llanto de la vida. El del recién nacido, el del que llora a la madre muerta.