MAR DE LEVA

Ritos navideños

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Para mí que nuestro concepto de la navidad la inventó Charles Dickens, con aquel inolvidable señor Scrooge que luego cometió la torpeza de desdecirse, aunque lo tengo yo en mi altar privado de los visionarios. El príncipe Alberto, esposo de la reina Victoria, alemán él, coronó la moda de los arbolitos, una cosa pagana que luego quedó la mar de aparente donde se saben montar, que no es nuestro caso, y luego la Coca-Cola le cambió el color al hombre verde del bosque también de los nortes helados y quedó para los restos la imagen del señor de rojo barbudo y sonriente que, en el fondo, nos da mala espina y que por desgracia a algún tarado allá en las Américas le ha dado estos días por convencernos de que en efecto llevábamos razón.

Dicen que en España pierde siempre Papá Noel (o Santa Claus, o San Nicolás) frente a los Reyes Magos, pero quien gana siempre, por mucho que lloren como si sólo a ellos les afectara la crisis, son las grandes superficies y hasta las pequeñitas, que venden más o menos dos veces. Y eso que nadie cuenta en ninguna de las dos fechas el dineral que se gastan algunos en trajes de fiesta para pasar frío la noche de fin de año, con esos cotillones que hemos aprendido a copiar no sé de dónde y que florecieron a troche y moche hace unos años hasta que la gente se dio cuenta de que salía mejor irse de pubs como cualquier noche de fin de semana justo después de que den las campanadas de fin de año, que así no hay que soportar hasta las tantas las cogorzas de anís del primo Luis ni las discusiones de política del tito Paco. Como la movida, y la música, y la playa por la tarde, los cotillones son una cosa que sólo parecen apreciar los que son muy jóvenes, por aquello de sentirse ya mayores y porque mola pasar frío con una corbata ladeada y una minifalda con un tanga rojo debajo.

Es lo que tienen las tradiciones: las aceptamos sin ponernos a pensar si son absurdas o no lo son. Ya hemos hablado aquí otras veces del contrasentido de tirar la casa por la ventana hasta el día cinco de enero de madrugada cuando el día siete muy tempranito se pueden encontrar las mismas cosas bastante más apañadas de precio, así que por esta vez (y sólo por esta vez, ojo, nos advierten) podremos gastar lo que no tenemos en cuantito nos repongamos de la indigestión de uvas (¿qué feas están las uvas en pleno diciembre, cónchiles!). A ver en qué queda la cosa.

Me da la impresión de que, en efecto, llevamos un puñado de años viviendo por encima de lo que podemos, y que nos va a costar mucho trabajo centrarnos, hacer cuentas, y decidir qué es superfluo. Porque en el fondo superfluo es casi todo, y muchas veces da la impresión, cuando vemos a esa gente que sale del hipermercado con las dos consabidas patas de jamón asomando como un cadáver del carrito, que todavía no nos hemos quitado de encima la idea medieval de acumular grasa para el largo invierno. Este año parece, además, que hemos decidido tirar la última bala y que a partir de enero sea lo que Dios quiera. Para mí que Dios, desde luego, no quería esto. Ya veremos cuántos meses tiene este año la cuesta.