CEMENTERIO FENICIO. Levantado sobre la medina de Tánger, un mirador privilegiado sobre el Estrecho de Gibraltar. / SERGIO GARCÍA
Desde el bullicioso corazón de la generación beat, tierra de artistas, mercachifles y espías, hasta la medina de Tetuán, capital del Protectorado español y declarada Patrimonio de la Humanidad

Tánger, 'mon amour'

Todavía existe un Tánger fascinante, el que desciende desde la medina hasta el Boulevard Louis Pasteur, el de los cafés atestados de clientes que miran sin ver el tráfico incesante, los fonducs convertidos en bazares donde es posible encontrar desde bidones de aceite de argán y coranes con tapas de latón hasta fósiles del Atlas; un Tánger que habla francés, aunque viva asomado al Estrecho donde se deslizan entre la niebla mercantes y petroleros que ponen rumbo a Algeciras o Estambul.

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Una ciudad de artistas, desde Delacroix hasta Truman Capote, de Goytisolo a Borroughs, cautivados todos por un mundo que desde fuera recuerda el café Rick's de Casablanca y que Paul Bowles definió como «una alhaja cuya montura es muy superior a la piedra; como si el cielo, el mar y las montañas fueran los de siempre, aunque ya no puedan por más tiempo camuflar una ciudad que resulta más improvisada, caótica y vil».

Hablar del Tánger de la posguerra es hacerlo de la generación beat, una legión de desclasados, muchos de ellos con talento, que quedaron varados en las playas del norte de África después de la Gran Guerra y que desaparecieron de la noche a la mañana cuando Marruecos declaró su independencia. Es imposible recorrer la ciudad sin volver siquiera una vez la vista atrás. Tamara y Fidel, dos periodistas vascos asentados en la vecina Ceuta, hablan del hotel Continental, donde en los años 30 era posible ver a Greta Garbo rodeada de un enjambre de admiradores; o el Cecile, punto de cita obligado de las clases adineradas que seguían desde la terraza las carreras de caballos en la playa. Ahora el arenal está abandonado y los salones donde antes se celebraban bailes al más puro estilo Titanic se han convertido en un lugar sórdido. De aquel Tánger de postal y corrillos de espías queda todavía la Legación Americana, una especie de pasarela del «quién es quién» que sirve de recordatorio de que Marruecos fue el primer país del mundo que reconoció al gobierno de Estados Unidos.

Al otro lado del Estrecho

El recorrido puede muy bien empezar por el cementerio anglicano de Saint Andrews, donde emergen entre zarzas y macizos de buganvillas las tumbas de corresponsales extranjeros y de pilotos de la RAF. Los gatos parecen haberse adueñado del lugar y maúllan desde las lápidas, atrincherados en esta pequeña isla rodeada de un tráfico incesante, ruidoso, envuelto en el humo de los tubos de escape, que no respeta pasos de cebra ni semáforos. Basta con echar una ojeada alrededor para ver «los coches veloces, los años feroces», que transportan a una canción de Miguel Ríos.

Muy cerca se levantan la mezquita de Sidi Bou-Abib y el Jardín de Mendubia. Su ficus milenario hunde sus ramas en el suelo y vuelve a salir a la superficie, convertido en auténtico imán para los fotógrafos. Desde allí, y pasando por el Gran Zoco, el centro neurálgico de la ciudad, se sube dejando a un lado el Teatro Cervantes, hasta el Café Hassan, que se descuelga en terrazas sobre el Estrecho de Gibraltar y desde donde se adivina a lo lejos la punta de Tarifa. Muy cerca de allí está el cementerio fenicio, con las sepulturas abiertas directamente en la roca y hasta donde suben los tangerinos para dejar volar la imaginación mientras beben un vaso de té o charlan en cuclillas.

Las callejuelas se descuelgan hasta el puerto y deparan sorpresas como el café Babba, decorado con fotos de los famosos que han parado allí, desde Kofi Annan hasta Keith Richards; o restos de un pasado deslumbrante, como Bab el-Aassa, la puerta de las palizas, que da acceso a la Kasbah y desde allí al palacio del sultán, fundado por Muley Ismail y rodeado de almenas. Claro que si se prefiere hay una hilera ininterrumpida de tiendas donde se pueden encontrar desde bandejas de plata y muebles de época hasta cámaras Leica de los años 40, empeñadas aquí por generaciones de viajeros que arribaban a la ciudad con necesidad urgente de efectivo.

La calle, angosta y atestada de vendedores, se abre entonces al Pequeño Zoco, el mítico rincón donde republicanos y nacionales -los unos sentados en el café Fuentes, los otros en el Central- se lanzaban afiladas puyas, mientras los camareros hacían correr el té y las parejas cruzaban con mucho boato las puertas del Hotel Ville de France o el Lutetia. Quizá la decrepitud se haya hecho dueña del lugar, pero basta con cerrar los ojos y escuchar los ecos de la Gran Mezquita para viajar en el tiempo e imaginarse sentado a una mesa en compañía de contrabandistas y miembros de la Resistance.

No se puede abandonar Tánger sin visitar dos mitos de vivos de la ciudad. Uno es la librería des Colonnes, en la Avenida Pasteur, que, como ocurre con tantos rincones aquí, ha conocido tiempos mejores. El otro es la perfumería Madini, donde la nobleza y los turistas con posibles compraban fragancias artesanales y donde todavía hoy hay que hacer cola para llevarse a casa las esencias de mukhalat, de mille fleurs, de nahim, que esperan comprador en mostradores y alacenas.

Conforme Tánger va quedando atrás, la carretera se adentra en un país salpicado de olivos, rebaños y legiones de desocupados. Los carteles empiezan entonces a marcar la dirección de Tetuán, la que fuera capital del Protectorado español, a 50 kilómetros. Tetuán es una de esas sorpresas agradables que uno no sospecha encontrar cuando inicia el viaje y que espera agazapada en la carretera. Casi nadie, fuera de las fronteras de Marruecos, sabe que su medina es Patrimonio de la Humanidad, como atestiguan atalayas que se remontan a la Edad Media, riads de ensueño levantados en torno a patios andalusíes y fuentes que se abren paso en arcos y murallas. Y tiendas, muchas tiendas, todo ello aderezado con aromas y sabores de otro tiempo, a la puerta de colmados, pastelerías y puestos de especias. Sólo aquí, en el corazón del zoco, es posible pasar de las filigranas exquisitas en cobre y latón, las babuchas y las ristras de alhajas, a las curtidurías pestilentes donde chapotean en el tinte jóvenes ataviados con shashyas, el típico sombrero rifeño con borlas. Cofradías de esclavos

Dicen que las medinas marroquíes responden a una lógica interna, pero al viajero le parecen un batiburrillo levantado sin orden ni concierto. Mientras en Europa se urbaniza y se levantan los servicios básicos -las redes de saneamiento, la recogida de pluviales, el suministro de agua, de luz...- y luego se construye en las parcelas que quedan, aquí el sistema funciona a la inversa. Se levantan las casas y los huecos que quedan son madejas de calles, laberintos sin servidumbre de ningún tipo, un hervidero de tráfico en continuo colapso donde se entrecruzan clientes, mercancías y burros cargados de bombonas de butano o garrafones.

De las azoteas cuelgan alfombras asomadas a un paisaje en plena ebullición, donde conviven curtidurías, kasbahs y cementerios como el de los muyahidines. Todo está a la venta, desde cuscuseras de cobre labrado a mano, sonajas y guembríes hasta la primera edición del informe Hyde de sexualidad, vendido a la puerta de una mezquita junto a otros textos de literatura española fechados «el año de la Victoria».

El casco antiguo, al que se accede por la Puerta de la Morera, está atravesado por un dédalo de calles donde desembocan a su vez los adarves, travesías que se remontan al califato. El laberinto se hace cada vez más intrincado: la oscuridad engulle los rayos de sol, mientras cocinas de carbón vomitan columnas de humo a la calle y los niños sentados a la mesa comen tajín de albóndigas y harira, una sopa de legumbres con la que los musulmanes celebran el fin del Ramadán.

Las mujeres van enfundadas en telas que caen hasta el suelo como evitando insinuar formas, y adornan sus manos con henna, sobre todo las casadas. Pasean en compañía de sus hijos o de otras mujeres, mientras los hombres toman al asalto las terrazas de los bares para no moverse de allí en todo el día. Diseminadas por la medina están las zaouias, especie de cofradías que en ocasiones se remontan a tiempos de los esclavos negros, importadas de Malí y Senegal.

Al otro lado de los muros sobrevive la Mellah, el barrio judío, del que desaparecieron sus pobladores originales cuando se desató la guerra árabe israelí de 1967. También la presencia española ha caído en picado, aunque en su caso fue la intervención en Irak lo que enturbió la convivencia. La ciudad, sin embargo, no puede negar su historia. En cuanto se deja atrás el Fedán, el viajero se zambulle en el ensanche español y observa con sorpresa la impronta de arquitectos como el vasco José Luis de la Quadra-Salcedo, autor de la estación de autobuses o del mercado de abastos. Quizá ya no queden coches veloces, pero nadie duda que son años feroces.