MEMORIAS DE LA FRONTERA

El Nano regresa al Cortijo Los Rosales

Él tenía un París Hollywood prestado y mugriento enterrado entre sus libros. Y yo tenía aún pantalón corto, ripios en vez de versos y un cigarrillo escondido a espaldas de mis padres. Corría el verano de 1973 y las canciones de La Paloma, del álbum blanco y de Mediterráneo sonaban en un programa de Radio Cádiz. Comprendí de repente a Jenofonte o a Núñez de Balboa cuando descubrieron sus respectivos mares: Joan Manuel Serrat había entrado en mi vida y no iba a volver a irse.

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Al Nano, por aquel entonces, no le llamaban El Nano sino, en todo caso, el Noi del Poble Sec, aunque sus canciones en catalán no solían difundirlas por aquello de que no era la lengua del imperio y menudo follón había formado el menda cuando el Lalalá de Eurovisión. Pero allí que me fui, aquella tarde del verano anterior al día en que al almirante Luis Carrero Blanco se le fue la misa y ascendió a los cielos antes de tiempo. Allá, al Cortijo de los Rosales, que a partir de cada fiesta del Corpus y hasta que moría la temporada, dirigía el empresario Antonio Martín de Mora, quien en Cádiz suponía para la canción ligera lo mismo que Vicente del Moral para las majorettes de Montepellier en las cabalgatas de las Fiestas Típicas.

Allí, aquella tarde, me enorgullecí de haber nacido en el Mediterráneo y, a pesar de ello, me alegró saber que Penélope le había dado realmente con la puerta en las napias al tarambana de Ulises. Serrat se convirtió en el hermano mayor que nunca tuve. Demasiado socialdemócrata para quienes preferían el compromiso libertario de Lluis Llach. Demasiado duro para las niñas de las comunidades cristianas que morían con Joan Baptista Humet que ahora acaba de morírsenos y no sólo para ellas, sino incluso para muchos otros a quienes también nos gustaba, o para Llach y para Serrat, que acaban de rendirle homenaje a pachas, compartiendo escenario por primera vez en mucho tiempo.

En cierta medida, un notable escritor gaditano llamado Luis García Gil -su hermano José Manuel acaba de hacerse con el premio Ateneo de poesía por Aguas profundas- ha logrado que Serrat regrese al cortijo de Los Rosales y que yo vuelva a ser un adolescente sin demasiada ambición por ser cura pero con una cierta propensión a creer en las pequeñas cosas y en que uno puede enamorarse perfectamente de los maniquíes, incluso en los escaparates de la crisis económica.

Y no es que Camarón, que está en los cielos, se lo haya vuelto a traer a La Isla para cantar juntos de nuevo La Saeta. Ni que cualquier preboste de la Junta haya comprobado que su pueblo blanco era Vejer, Arcos o Medina. Es que Luis ha colaborado con el Nano en Algo personal, su cancionero definitivo hasta la fecha. Un libro de canciones y de curiosidades que, en cierta medida, sigue los pasos de aquel Serrat, canción a canción (Editorial Ronsel), que García Gil publicara hace tres años y al que Diego Manrique calificó como «un estudio valioso e indispensable para entender los temas de Serrat». Durante la presentación de su libro en Madrid, le preguntaron a Serrat por qué había elegido a García Gil para este negocio. Y El Nano respondió que porque había escrito el libro más riguroso en torno a su obra que él conocía hasta hoy.

Entonces supe que me hubiera gustado que Luis García Gil me hubiera acompañado aquél verano de 1973 al Cortijo de Los Rosales, para que me fuese explicando el misterio que ocultaba cada una de las letras de Serrat, allanando el camino para comprender, andando el tiempo, que cualquier minuto porvenir puede abrirnos las puertas de un gran día o acudir en pandilla al cine Roxy antes de que se desplomara como un Kingkong bajo las piquetas de Núñez y Navarro. Pero hubiera sido imposible porque, seguramente por aquellos días, a la madre de Luis se le hinchaban los pies y aquel niño le iría pesando ya en el vientre, mientras se miraba al espejo como una muchacha en flor por la que anduvo el amor regalando simiente.