Editorial

Paro desbordado

El incremento del paro registrado por los Servicios Públicos de Empleo, que se aproxima a los tres millones, y la caída de las afiliaciones a la Seguridad Social reflejan claramente la crudeza de una crisis cuyos efectos sobre el mercado de trabajo se han anticipado a la previsiones del Gobierno, demostrándose una vez más que el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero insiste en situarse a la cola de los acontecimientos. Un buen ejemplo es la provincia de Cádiz que suma 143.549 desempleados al añadirse otros 4.000 en noviembre. El reconocimiento ayer por parte de distintos responsables gubernamentales de que las tasas de paro pronosticadas para finales de 2009 se darán ya en el primer trimestre del próximo año no sólo evidencia el avance temporal en las consecuencias de la crisis. Viene a indicar que el deterioro social provocado por la misma puede resultar extremadamente agudo. Además, sería de una simpleza irresponsable concluir que el adelanto del calendario previsto por el Gobierno en cuanto a las consecuencias laborales de la crisis supondrá que el final de ésta también llegará antes. El diferencial que sitúa el paro en España por encima de la tasa registrada en los demás países de la Unión responde a los empleos perdidos a causa de la debacle inmobiliaria. Pero ello no sólo atestigua la nefasta persistencia de un modelo de crecimiento que, tras ofrecer niveles sin precedentes de actividad y bienestar, podría acabar lastrando las posibilidades de la economía española para recuperarse. Es el drama cotidiano de la pérdida de empleos en sectores industriales como el de la automoción lo que agrava cualitativamente el significado de los datos del paro. Sería demagógico demandar de la acción del Gobierno la solución a un problema cuya naturaleza apela a la reactivación de la economía en su conjunto. Pero el Ejecutivo tampoco pueden escudarse en el carácter internacional de la crisis para justificar su impotencia mientras, por otra parte, opera con ánimo voluntarista tratando de contener el creciente desempleo mediante la promoción de obra pública local, o anunciando ayudas a la industria del automóvil siempre que ésta se comprometa a no destruir definitivamente empleos.

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Estas medidas pueden ser necesarias. Pero de igual modo que la atomización de 8.000 millones de euros en la ejecución de nuevas infraestructuras municipales sólo podrá garantizar algunos meses de actividad constructora durante el ejercicio 2009 -sin que ello permita hablar de la creación de 200.000 o 300.000 puestos de trabajo duraderos-, de poco servirán los compromisos para el mantenimiento de los empleos en la automoción si las grandes factorías españolas y sus empresas auxiliares acaban orilladas en la nueva distribución internacional a que abocará la salida de la crisis. Es cierto que hoy se necesitan medidas de urgencia. Pero las mismas han de estar inspiradas por las reformas estructurales que la economía española precisa -como todas las economías europeas- para vislumbrar un horizonte razonablemente despejado al final de la crisis.