TRIBUNA

Fernando Quiñones, la muerte tan viva

Más viva que la vida le llegó a parecer a Cernuda la muerte porque andaba ya Lorca con ella, tan vital que no podía abandonar éste la vida sin menoscabarla, sin alterar su esencia o la esencia misma de la muerte confundida. Algo así, supongo, pensamos tantos cuando supimos, entonces, que también había encontrado Fernando su hora, que le había dado ésta encuentro. Como si Fernando y muerte fuesen palabras que se repelen, realidades inconciliables, mixtura imposible. Sin embargo, ya sabemos, apenas requiere la muerte, para ser -sombra que acecha y que por igual juega a la paciencia infinita que a la sorpresa de golpe-, la vida; suficientemente viejos nosotros para morir desde que nacemos, como nos dijera, con dardo y puntería, Heidegger.

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Para la condena a muerte basta nacer, basta la vida. Pero muere más, supongo, quien más vive. Teniendo en cuenta, eso sí, que vivir no es acumular años de letargo y somnolencia, sino aventura, aventura a lo hondo y a lo alto, vivencia que aúna conciencia y vida, pues requiere vivir oído atento. ¿Y qué oído, Quiñones, para la vida! Protagonista involucrado y espectador «al loro», ubicuo él, mano que a la par escribe y ejecuta, reunión de manos y obras, heredero enorme de latido y letra -agradecido y responsable-. Heredero, sí, condición del hombre como supo ver Ortega.

Así, con sus oídos en estéreo -pegado uno a la calle y el otro al diccionario-, supo Quiñones escuchar como quien oye y escribir como quien cuenta, ocultando los andamios del vértigo, las herramientas del sudor, la fatiga y el polvo, para dejarnos obras llenas de sí y limpias de sí, plenas de verdad, de bondad y de belleza, donde esa transparencia que nos dejaba ver a su través era también Fernando Quiñones; tan inadvertido a veces como, en otras ocasiones, presente con contundencia, que de todo hubo -y hay- en esa obra suya amplia y rica de registros, desde lo más confesional a la creación más pura, desde la crónica fingida al apunte del suceso, desde la lírica de las flores tocadas por el verso a la épica del galope transitando la sangre. Y todo ello igual en el fondo que en la forma, autor de prosa y verso, articulista, ensayista o dramaturgo. Y novelista -a veces, portentoso-. ¿Y autor cimero del relato, fuerza sometida, empujón doblegado!

Ay, Fernando. Tan rico en su diversidad que no pocos le tuvieron por disperso, por perdido en menudencias; como si no hubiéramos, a veces, de desbrozar la piedra para hallar la veta y rescatar la nobleza que luego habrá de brillar bajo la luz para todos. ¿Disperso porque halló, tocando en esto de las letras todos los palos, cumbre en cada género, osado pirata al abordaje? ¿Disperso porque llevó a la cima su novela y su ensayo, su relato y su verso? Más bien pienso yo, como Cela, que esta tierra nuestra es tan pobre que no da para dos ideas distintas de una misma persona, de modo que, si alguien es tenido por buen novelista, no merece siquiera ser contemplado como poeta. Y Quiñones, en su ir y venir inquieto -de la vida a la vida, de las letras a las letras, y todos los puentes las intersecciones-, nos obligó a reconocerle, más que solvencia, sobrados méritos en unos y otros géneros, por no hablar también de aquellas otras pasiones que supo transformar, para nuestro beneficio, en fructíferos proyectos de no corta vida.

Pensaba Juan Ramón que era mejor no tocar la rosa. Pero sabemos que la rosa es fruto del tacto agente, erguida de canto y de palabra. Y Fernando Quiñones tocaba la rosa con acierto, añadiendo, a lo que por derecho le resultaba propio, el plus de su gracia. La rosa y lo que fuese. Osado a veces, supongo. Valiente siempre. Atento sobre todo, como Sócrates al silencio de su demonio, a esa llamada temprana y constante en él, fidelidad insobornable ante la vocación, incapaz de dos amos. También para esto le sirvió a Quiñones su oído. Para cribar y discernir, entre los ruidos del mundo y sus camelos de paraísos en oferta, las voces y los ecos. Y apresada por él la voz que lo raptaba, no atender ya nunca a otra voz que ésta. Le que le decía: escucha y escribe. Y escúchate. Y vive. Pero vive como viven los que escuchan y escriben. Atentos. Dentro y fuera a la vez. Ojo y mirada. Ubicuo.

¿Qué oído, Fernando, para la vida! Qué boca para la traducción y para el canto. Cómo sabía atrapar sin enclaustrar, fijar sin matar No atrapaba las alas, sino el vuelo, por eso el imposible olor a naftalina. Desconocía la instantánea de la pose, y en sus instantes percibimos las raíces hondas y los frutos venideros. Todo fluye.

Fluyendo sigue. Es normal, no hay taxidermia. De la vida supo, sobre todo, atrapar la vida y legárnosla. De aquí que baste abrir sus páginas para vivir, sin que sienta uno renunciar a ello en favor de la lectura. Vivir al contemplar, sí, pero sobre todo vivir al escuchar la voz de los personajes donde éstos de verdad se retratan. Son sus obras, sobre todo, obras de la voz, de la voz incluso más que de la palabra, misterio éste de la encarnación también, difícil logro de una alquimia que pocos autores alcanzan. Así es que basta, en él, leer para la resurrección, y se sumerge uno de lleno en la vida. Y te olvidas, en Quiñones, de Fernando, hasta finalmente comprender que todo esto también es él, que todos ellos él mismo -hayan sido alguna vez antes o nunca-, que todo y todos son Fernando Quiñones, ese indisociable hombre de la vida y la palabra, que vivió al pié de la letra y glosó, en los márgenes del día, la conciencia lúcida de las hora. La conciencia lúcida, alegre y agradecida de las horas.

«Murió vivo», quiere Gala que diga lacónicamente su epitafio. Podría ser el de Fernando sin duda, pues, tan vivo él, no pudo sino morir, y morir del todo. Pero Fernando es Fernando Quiñones, y aquí permanece -cálido y fresco, palpitante- en la memoria entrañable de cuantos le quisieron y en las otras vidas ajenas y suyas que dejó para nosotros. Así, el amor y la admiración igual perduran, querido y respetado.

Hay quienes piensan -él mismo llegó a pensarlo- que pudo dañar a su imagen de escritor aquella otra imagen, de manera que, al acabo, igual pudo lastrar Fernando a Quiñones. No sé. No estoy seguro. Sé que de momento cuenta, por ser el uno y el otro, con dos vidas en nosotros todavía. Igual no somos, al fin, tan pobres y nos caben dos ideas de una misma persona. Dos naturalezas tal vez.

Diez años ya. Muerte quizá -que tanta vida obliga-, imposible ausencia. O tal vez sea que hace ya diez años que la muerte está tan viva -sólo esto, ¿casi nada!-, inquilino vivificante, tocada por su mano eficiente y generosa, capaz de milagro y palabra nueva. Su voz.