TRIBUNA

En defensa del mercado

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La crisis financiera internacional exige de los políticos democráticos sensatez en sus análisis y, sobre todo, una alta dosis de prudencia a la hora de discriminar lo importante de lo accesorio. El mundo se enfrenta a una crisis semejante a la vivida tras el crash de Wall Street de 1929 y cientos de miles de personas se ven abocadas al desempleo y a la pérdida de su bienestar familiar, especialmente en España donde la crisis reviste una gravedad sobreañadida que afecta a nuestra economía real más que en ningún otro país de nuestro entorno. Por eso mismo, nadie con un mínimo de sentido común puede abordar la gestión de este complejo escenario adoptando la actitud demagógica de querer saldar cuentas con la economía de mercado y sus fundamentos liberales. Demonizar torpemente la libertad económica aislándola de sus inevitables e imprescindibles correlatos de autonomía moral y cobertura asistencial, y al liberalismo igualitario identificándolo con el neoliberalismo libertario, es una estrategia demagógica e irresponsable en términos políticos, ya que puede dañar la estabilidad del relato legitimador de nuestro modelo económico de crecimiento y progreso, que no es otro que el que defiende la economía social de mercado.

Ni el mercado ni sus fundamentos están en crisis porque no se puede cuestionar, al menos a la luz de la experiencia económica acumulada desde la Gran Depresión de los años 30 e, incluso, desde mucho antes, que en un marco de competencia suficiente, el libre funcionamiento de un orden de mercado espontáneo sigue siendo la fórmula más idónea a la hora de impulsar la generación colectiva de riqueza y, al mismo tiempo, la protección generalizada de las libertades civiles, tanto individuales como sociales. Para lograr estos objetivos, la experiencia histórica ha vuelto a demostrar lamentablemente que es necesaria la existencia de una ley que no se relaje a la hora de impedir las prácticas arbitrarias, los excesos y los abusos que tratan de vulnerar la vigilancia de las autoridades. Que es lo que por desgracia ha sucedido con la pésima reglamentación financiera desarrollada en Estados Unidos durante la Administración Clinton, cuando en 1999 se decidió aprobar la Financial Services Act y se desactivaron los contrafuegos introducidos tras la Gran Depresión a través de la Glass Stegal Act de 1933, barreras que básicamente impedían que se diera una capilaridad operativa entre la banca de inversión y la banca comercial.

La crisis que vivimos en estos momentos confirma nuevamente que la libertad económica se diferencia del libertinaje depredador en que ha de existir de por medio una ley que garantice un marco de competencia suficiente y un mínimo garantista de procura existencial accesible a todos los ciudadanos. Algo que, por cierto, han defendido desde los orígenes del pensamiento liberal sus principales teóricos: Locke, Ferguson, Hutcheson, Adam Smith, Constant, Faguet, Bastiat, Von Mises, Hayek o Roepke. Los liberales siempre han reclamado, ya sea en tiempo de crisis o de bonanza, que se confíe en el poder de una economía libre para dar oportunidades de prosperidad al conjunto de los ciudadanos. Lo hacen porque esa reclamación se plantea desde la seguridad legal que debe ofrecer un Estado que, como explica John Rawls en su Teoría de la Justicia, habrá de garantizar que el sistema funcione para que todos puedan tener cubiertas sus necesidades básicas y así poder garantizar que ejerzan sus libertades en un clima de igualdad. Como defiende este autor siguiendo la tradición igualitaria del liberalismo de Kant, Jeremy Bentham o John Stuart Mill, el Estado no sólo debe impedir que se desborde la legalidad al regular el mercado, sino que ha de fijar cauces de redistribución de la prosperidad que garanticen a todas las personas un nivel digno de bienes en educación, renta y sanidad. De este modo la libertad, asidero de la libertad económica, trasciende su definición tradicional como una libertad negativa frente al abuso y la arbitrariedad, para ser también una libertad positiva -como diría Isaiah Berlin-; una libertad que permite el acceso a los cauces de plasmación colectiva de la Justicia. Ideas todas ellas que ya estaban esbozadas en el propio Adam Smith cuando tanto en La riqueza de las Naciones como en Las lecciones de Jurisprudencia y La teoría de los sentimientos morales se nos previene de la tendencia natural que tienen los poderosos de cultivar los excesos y, por tanto, de la necesidad de combatirla atribuyendo al Estado instrumentos que aseguren el bienestar económico y moral de los ciudadanos, pues, como llega a afirmar, «cuando varios empresarios se reúnen por la noche y a puerta cerrada lo hacen normalmente para conspirar contra el mercado».

¿Es necesario refundar el sistema financiero internacional e, incluso, el capitalismo después de lo sucedido, tal y como apuntan numerosas voces provenientes de la izquierda, especialmente europea? No lo creo, y tampoco lo han creído los líderes internacionales convocados en Washington el fin de semana pasado para debatir en el marco del G-20 la crisis financiera internacional. Lo reconoce la declaración final del encuentro. En el documento no se contradicen los fundamentos del mercado ni su lógica. Lo que se plantea es que no se necesita más regulación, sino que ha de ser mejor y más eficaz. Algo para lo que de poco sirve la demagogia y la imprudencia con la que algunos se han adelantado a los acontecimientos anunciando que era el fin del mercado y la libertad económica.