Opinion

Proceso de frustración

La decisión del juez Baltasar Garzón de inhibirse en la causa promovida por él mismo por los crímenes cometidos durante la Guerra Civil y los primeros doce años del franquismo y de trasladar la instrucción a los juzgados de los territorios donde se sitúan las fosas comunes que ordenó abrir deja en evidencia los argumentos esgrimidos por el magistrado para incoar un procedimiento penal que, finalmente, ha tenido que admitir como inviable. La rotunda oposición del fiscal a la investigación de la represión franquista como un delito de lesa humanidad sin prescripción posible y la paralización cautelarísima de las exhumaciones acordada por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional abrían la puerta a un más que probable rechazo de la causa, al que Garzón se ha anticipado. Pero es justamente su apartamiento voluntario el que deja al descubierto su improcedencia penal, por mucho que el juez utilice los 152 folios de su resolución no sólo para reivindicar la validez de sus actuaciones, sino para instar incluso al Estado a que averigüe lo ocurrido con miles de hijos de republicanos que habrían sido sustraídos a sus padres y que vivirían hoy bajo una identidad que no sería la original; una sospecha terrible que el juez, sin embargo, no incluyó en su primer auto. Su constatación de que no puede proseguir con el caso una vez ha verificado que tanto Francisco Franco como los 39 miembros de sus juntas militares han muerto, lo que extingue su eventual responsabilidad penal, supone un lamentable intento de justificar con un tecnicismo jurídico lo que él mismo debería haber asumido como un notorio obstáculo a sus propósitos que no precisaba de una confirmación tan explícita para llevarle a desistir.

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Es particularmente reprobable, por ello, que Garzón se esfuerce en sostener la legitimidad de su conducta tratando de orillar la relevancia que tiene su falta de jurisdicción. Porque el valor que atribuye a la denuncia de los delitos cometidos durante la contienda civil y el franquismo, a su incardinación en la Justicia Penal Internacional y a las diligencias efectuadas por su juzgado para localizar las fosas y devolver los restos de las víctimas a sus familiares no pueden anteponerse a su obligación de ceñirse a los márgenes que permite el Derecho, un requisito más inexcusable si cabe cuando lo que se investiga es una vulneración tan dramática de la legalidad. De ahí que resulte impropio y extemporáneo que un juez de instrucción se permita sugerir la derogación de la Ley de Amnistía de 1977 atribuyéndola un carácter de ley de impunidad, lo que de ser cierto supondría tanto como abrir no una causa general contra el franquismo, sino contra la Transición. La frustración generada en las doloridas familias exigía del juez un comportamiento más ponderado. También por parte del Gobierno, cuya comprensiva actitud hacia la instrucción de Garzón es cuando menos incongruente con su parsimonia en aplicar el mandato legal que avala el legítimo derecho a dar una sepultura honrosa a los fusilados.