ENMIENDAS AL PARADIGMA

Transgénicos, ¿batalla perdida?

En la guerra que la razón (o lo razonable) viene sosteniendo contra lo que Viviane Forrester llamó «la neurosis del lucro», una nueva batalla parece a punto de perderse, esta vez para beneficio de los grandes intereses que giran, como buitres, alrededor de los cultivos transgénicos. Según hemos podido leer estos días, España renuncia a la regulación (al parecer ante la imposibilidad material de hacerlo) de los espacios de separación entre cultivos transgénicos y tradicionales, en evitación de una indeseable mezcla incontrolada entre ambos. Esta decisión del Ministerio de Agricultura español contribuirá, sin duda, a la consolidación de ese totum rovolutum agroalimentario que se cierne sobre el mundo entero. ¿Alguien duda de la próxima desaparición de las especies vegetales tradicionales, es decir, de aquellas que están exentas de manipulación genética? ¿Qué consecuencias de todo tipo acarreará a la Humanidad este proceso imparable?

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Desconozco los posibles daños que para la salud humana pudiera reportar en un futuro la generalización de los cultivos transgénicos, cosa que, por otra parte, tampoco parece que están en disposición de asegurar los científicos del ramo, puesto que, a día de hoy, nadie puede controlar las numerosas, diversas y cambiantes variables que intervienen en la interacción entre los organismos manipulados genéticamente y el medio natural, incluido el organismo humano. Pero sí quisiera opinar, como puede hacerlo cualquiera, sobre lo que hace tiempo el sociólogo Jeremy Rifkin llamó «el plan comercial oculto», en relación a la biotecnología en general y a los cultivos transgénicos en particular.

Posiblemente recuerden ustedes, puesto que estuvo muy activo en Internet hace unos años, el caso de aquel agricultor canadiense que durante mucho tiempo, y con los tradicionales métodos de mejora y selección decantados por milenios de cultura agraria, cultivaba y desarrollaba en sus tierras una determinada variedad de maíz. De pronto, y sin saber cómo, se encontró con que gran parte del maíz que crecía entre sus cultivos era transgénico. El trabajo paciente de toda una vida, arruinado. Pero lo peor estaba aún por llegar para el sorprendido agricultor: un buen día recibió en su finca la visita de la policía acompañada de representantes de los laboratorios Monsanto, la mayor empresa multinacional beneficiada por patentes de semillas, que le demandó por cultivar maíz transgénico cuya semilla era propiedad de aquella empresa dedicada a la biotecnología. De nada sirvió que el agricultor explicara que él nunca plantó tales semillas, y que posiblemente pudieron llegar a sus tierras de la misma manera que cualquier semilla o polen viaja de un lugar a otro, empujada por el viento, llevada por los pájaros u otros animales. Con el predominio de los transgénicos el agricultor deja de depender de los caprichos de la naturaleza, efectivamente. Pero lo que no se dice abiertamente es que ese mismo agricultor, convertido en simple productor, queda a merced de los caprichos de las grandes multinacionales de la biotecnología. El agricultor no «negocia» ya directamente con la tierra el ciclo eterno de recolección-siembra-recolección de semillas, sino que se ve abocado a comprar anualmente a los grandes laboratorios unas semillas que se autodestruyen una vez cumplida su forzada misión de cosecha única, genéticamente diseñada. A esto le llaman, vaya por Dios, eficiencia y mejora de la producción. Si todo lo relacionado con la biotecnología no nos llegase, como nos llega, envuelto en un discurso triunfalista y tranquilizante, nos alarmaría saber que la apropiación comercial, en forma de patentes, de las semillas vegetales, viene a constituir de hecho un auténtico control sobre el primer eslabón de la cadena alimenticia. Lo inquietante es que los controladores sólo rinden cuentas ante «la neurosis del lucro».