LA PALABRA Y SU ECO

La siesta de la conciencia

El término genocidio se atribuye a Raphael Lemkin, judío polaco que en 1944 quiso referirse con ese término a las matanzas masivas por motivos raciales, nacionales o religiosos. Nuestra historia está llena de páginas ignominiosas que cuesta trabajo creer hayan sido escritas por integrantes de lo que llamamos humanidad. Todas las épocas y todos los lugares han sido testigos de tremendas atrocidades, de matanzas sistemáticas y organizadas para eliminar, por completo, a aquellos que son o piensan diferente.

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El gran historiador romano Tácito, no precisamente sospechoso de profesar el cristianismo, nos describe en sus Anales los suplicios de los primitivos cristianos: «.. cubiertos con pieles de fieras, morían desgarrados por los perros, o eran crucificados, o quemados vivos a manera de antorchas que servían para iluminar las tinieblas cuando se había puesto el sol». Las persecuciones continuaron, por uno u otro motivo y dirigidas contra unas comunidades u otras, siglo tras siglo. En la Edad Media y en la Edad Moderna fueron miles las personas quemadas en la hoguera por la Inquisición, y llegados al siglo XX, pareció que el infierno se había instalado en la tierra y que el horror no podría ser más intenso. El Holocausto y las muertes de millones de personas, de judíos, de gitanos, o de hombres y mujeres que eran distintos o simplemente discrepaban con el pensamiento oficial de la Alemania nazi, las persecuciones estalinistas en Rusia y en Ucrania, el desastre armenio, el genocidio guatemalteco, la sinrazón atroz de los jémeres rojos camboyanos, los crímenes en Chechenia, las matanzas en los Balcanes, el horror de Ruanda, y así hasta otras muchas tragedias humanas de dimensiones inimaginables. Hemos leído los testimonios de supervivientes y hemos visto infinidad de documentales que nos relatan como el hombre es capaz de azuzar y alimentar a los jinetes del Apocalipsis. Las cámaras de gas, los experimentos en seres humanos indefensos, los tormentos llevados a los extremos más inhumanos, la destrucción consciente y cínica de la dignidad del otro, las historias inconclusas de tantas vidas. Y tantos niños entre las víctimas.

Primo Levi en La Tregua, nos habla de Hurbinek, un niño de tres años, enfermo y solo en un rincón de Auschwitz: «mi atención pocas veces podía eludir la presencia obsesiva, la mortal fuerza de afirmación del que entre nosotros era el más pequeño e inerme, del más inocente Nada queda de él: el testimonio de su existencia son estas palabras mías". Cuantas vidas, como la de Hurbinek, que fueron sesgadas, prematura y cruelmente, mientras eran condenadas al olvido. No son solo tragedias de antaño. Darfur está muy cerca. Hemos visto por televisión y prácticamente en directo el sufrimiento de miles de mujeres, hombres y niños. Y lo más cruel es que nos hemos acostumbrado a la existencia de guerras y genocidios que conviven con nuestra civilizada sociedad en un mundo que cada vez es más pequeño. ¿Cuántas veces los telediarios han interrumpido la siesta de nuestra conciencia para que después pasemos, casi inmediatamente, a comentar nuestros planes para el fin de semana?

Hace unos días leíamos en prensa como una persona de la esfera pública, ante determinados cuestionamientos hacia ella, manifestaba sentirse perseguida como los judíos con la Gestapo. Obviamente, esa persona ni pensaba ni quería expresar una comparación real, pero es una muestra de cómo involuntariamente con nuestra palabras podemos llegar a trivializar los hechos más tremendos. Supongo que nuestra aparente insensibilidad se debe a un mecanismo innato de adaptación para hacer frente a aquello que nos puede causar dolor. Pero frente a tragedias como éstas, los mecanismos para defender nuestra propia comodidad no son aceptables.